Un mal vicio

Cuando me desperté ya llovía con fuerza. En esa época del año, en aquella ciudad llovía durante un mes sin parar. Día y noche caía la lluvia como si fuese una ducha tibia sobre los esbeltos y dispersos edificios. Al despertarme en el húmedo ambiente, lo único que tenía en mente era una cosa. Mi primera dosis matinal.

Me levante y preparé el desayuno. Nunca me había sentado bien tomarla en ayunas, así que preparé una copiosa comida. Unos bochos con crema de suá calientes, con un café bien cargado, cereales compactados y un vaso de leche caliente. Suficiente para aguantar un día de trabajo. Justo al terminar el desayuno, comencé a seguir mi escrupuloso ritual diario. Yo no era como todos aquellos despojos que consumían desesperados en parques, pasillos de servicio, balcones o cualquier otro lugar, arriesgándose a que los detuvieran y que los fichara la policía.

Primero cerré las ventanas y luego bajé las persianas. Y si, lo sé. Las persianas no pegan con mi estilo urbanita, pero son un recuerdo familiar. Me desnudé en mi habitación y guardé toda la ropa en el armario. Coloqué barras perfumadas por las esquinas del cuarto y un absorbente químico en el centro. No quería dejar ninguno de los fuertes olores o rastro alguno para cualquier vecino fisgón y, cuando estuve seguro y tranquilo, saqué mi pequeño alijo de su escondite.

Con cuidado y casi reverentemente cogí la caja de madera, el mechero y demás enseres de un pequeño cofre hermético que tenía oculto en el sistema de ventilación del piso. Con cuidado de no dejar marcas o quemaduras, acabé mi dosis matutina. Pero ahí no acaba mi paranoica y escrupulosa rutina.

Tras acabar y con cuidado de recogerlo todo, a su sitio, recogí los restos inutilizables y los metí en una pequeña bolsita de plástico. Lavé todos los utensilios necesarios para mi adicción con esmero, un fuerte desinfectante y me metí en la ducha, justo después de rociar la habitación con un ambientador de olor muy fuerte. Cuando salí, completamente limpio y sin olor, me vestí con la ropa que había llevado y encendiendo las barras perfumadas, recogí la bolsa con los restos incriminatorios para tirarla en algún contenedor público.

Tal vez os parezca que me tomara muchas precauciones, puede que fuesen excesivas, lo reconozco, pero llevaba casi quince años haciéndolo y aún no me habían cogido ni fichado. Con suerte no me cogerían, y si seguía con la misma rutina no tendría problemas. El punto más complicado del proceso era conseguir el material, pero aún así tenía diversos proveedores y varias fuentes de reserva.

Subí, como siempre, hasta el enlace de transporte de mi sector del edificio, y esperé tras los enormes ventanales a que el pequeño vagón entrara en la estación. En la media hora en la que tardé en llegar a las oficinas de la empresa en las que ahora trabajaba, y mientras el vagón parecía volar sobre los jardines del centro de la ciudad, acabé pensando, como casi siempre, en lo duro que me iba a resultar el día.

Las nueve horas de intensivo trabajo en la oficina resultaban una tortura, sobre todo sin poder parar para relajarme tranquilamente cada dos o tres horas. Era una constante prueba para mis nervios y sangre fría. Cuando me trasladaron había otro adicto como yo en la oficina, pero no duró mucho. Era muy impulsivo y acabó detenido por la policía infraganti en uno de los parques que había a los pies del altísimo edificio. Además lo ingresaron en una clínica de desintoxicación de la que salió libre, “curado” y con una breve condena a servicios forzados.

Al llegar a oficina, entré saludando con una sonrisa en los labios a todo el mundo. Como siempre me contestaron alegremente y haciendo bromas al respecto. Todos decían que tenía un humor muy cambiante, y no se equivocaban. A primera hora de la mañana estaba, casi sin excepción, de un humor excelente, pero conforme avanzaba la jornada empeoraba, llegando a ser en algunas ocasiones arisco y violento.

Mientras encendía las pantallas de mi mesa e iniciaba mi estación holográfica, no pude evitar pensar en lo cómodo que estaría trabajando en mi casa. Lo malo de que te destinaran a una nueva empresa como en la que ahora trabajaba, era que no me quedaba más remedio que ir a las oficinas.

Antes trabajaba desde casa, y podía parar de vez en cuando para relajarme, y tomar algo sin renunciar a mi ritual habitual. Tantos años de relajación habían hecho mella y el pasar más de diez horas sin tan siquiera la remota posibilidad de relajarme sin traicionar la rutina era frustrante y, claro, acababa repercutiendo en el humor. Era el único de la oficina que no salía a tomar la rutinaria copa de después del trabajo y que no se tomaba breves descansos en el pasillo. Estaba claro que Intentaba paliar el ansia trabajando, pero no lo conseguía del todo.

Además, ahora que mi nuevo estudio tenía un nuevo proyecto en ciernes, estábamos todos muy tensos. La posibilidad de que escogiesen nuestros motores para el nuevo modelo de aerodeslizadores sanitarios nos podría reportar muchos privilegios (para los trabajadores relacionados con el proyecto) y recursos extra (sobre todo para la empresa).

Las primeras horas de trabajo se pasaron volando, sobre todo comprobando los resultados de las pruebas a los modelos virtuales, que llevaban toda la noche procesándose en los ordenadores de la oficina. Solo uno de los resultados fue desastroso, pero como siempre acabamos aprendiendo mas de ese fallo que de los que salieron bien.

Con las comprobaciones de los resultados y las puestas en común con los compañeros encargados de distintas piezas, se pasó la mañana rápidamente y, como siempre al llegar la hora de comer estaba histérico y con unas ganas locas de volver a mi casa, seguir el ritual y con cuidado sacar la caja de madera de su escondrijo. Pero no tenía tiempo.

Tras salir de la oficina y caminar por los anchos pasillos, tomé el expreso hasta el nivel del suelo. En los escasos segundos que tardó en bajar los trescientos metros que había de mi oficina hasta el nivel del suelo, saqué la tarjeta del interior del bolsillo y me preparé para comprar mi almuerzo en uno de los puestos que había en el uno de los sótanos de la torre.

No era precisamente un local grande o glamuroso, y mucho menos tan luminoso como los que había en la primera planta, con buenas vistas y terrazas al exterior. Sin embargo, la comida era más que aceptable y se podía llevar para tomar en el exterior los días de buen tiempo. Yo siempre compraba la comida allí, pero no solo por el sabor de la misma o para poder tomarla en el exterior.

Aquel sitio me resultaba muy agradable y familiar, puede que por el olor tan peculiar que salía de su cocina. Era dulce y amargo a la vez, y tenía un claro matiz a madera, que me resultaba muy agradable y familiar. El olor despertaba mi apetito y, aunque parezca mentira, me ayudaba a soportar el largo día de trabajo.

Ya de vuelta en la oficina, conseguí centrarme en una de mis zonas problemáticas del motor, hasta casi la hora de salir. Como siempre estaba que trinaba y como siempre decliné más o menos amablemente la invitación de todos los días de mis compañeros a tomar unas copas.

Recordé que ya iba siendo hora de “compensarlos” por todas las invitaciones declinadas. No quería que mi habitual descortesía me enemistara con ellos y les hiciera sospechar de mis hábitos. Tenía pensado invitarlos a una comilona en uno de los parques, donde les prepararía una comida abundante y les servía bastante alcohol. Dentro de cinco días se había pronosticado buen tiempo, así que tal vez sería un buen día para reservar una parcela.

Hoy el trabajo se me había acumulado y acabé saliendo mas tarde de lo que tenía previsto, con varios modelos virtuales por acabar, que llevaba en varias placas de memoria para completarlos en mi casa. Cuando bajé hasta mi piso, en la zona de correo, abrí mi casillero y vi con gran alegría un pequeño paquete verde. Era de mi principal suministrador.

En los sistemas principales, el contrabando estelar está duramente sancionado, pero aún así se consiguen introducir moderadas cantidades, pese a todos los sistemas de defensa y aduaneros que están dispersos por el espacio. Las naves son detectadas y seguidas a mucha distancia y los micrometeoritos se siguen con especial atención en el Departamento de Control y Navegación Orbital, pero el espacio es muy grande y no se puede vigilar cada kilometro cúbico en todo momento.

Sin embargo mi principal suministrador no introducía contrabando, la cultivaba en el propio planeta. Era un ingeniero genético al que conocí hace bastante tiempo y con el que había acabado haciendo buenas migas y del que, por supuesto no os voy a decir cómo se llama. En uno de sus primeros estudios había intentado conseguir una variedad menos dañina e igualmente satisfactoria para ayudar a desenganchar, aunque no lo había logrado. En su lugar cultivó una variedad mucho más resistente y de mejor calidad que la que había podido conseguir en el resto del planeta.

Antes de conocerlo estaba desesperado por la pésima calidad del producto que encontraba por el planeta. Aunque intentase conseguirla en los lugares más elitistas a los que tenía acceso e intentara comprar material de calidad, similar al que me había habituado en mi planeta natal, los resultados siempre eran desastrosos. Pero en cuanto probé por primera vez aquel producto modificado, me quedé atónito. Era lo mejor que había llegado a mis manos en años.

Todos piensan que enviar substancias ilegales por correo ordinario es imposible. Pero en realidad, no es tan difícil, siempre que se haga en las pequeñas cantidades con las que nos movíamos. Además usábamos un paquete algo más grande de lo habitual, con varias mejoras para ocultarlo que yo mismo había inventado y ponía a punto de vez en cuando. Además siempre llevaba algunas frutas o productos que también cultivaba (y que estaban de muerte), para despistar.

Logré contener mi ansia de abrir el paquete en el pasillo, hasta entrar en mi apartamento y cuando abrí la caja con cuidado, dejé a la vista una docena de tomates de una calidad excepcional envueltos cuidadosamente en una gruesa capa de espuma refrigerante, que se deshizo en un vaho blanco al contacto con mi piel. Encima de ellos una nota escrita a mano, decía:

“Siento el retraso, pero espero que haya merecido la pena. Te envío una docena de los ejemplares que me pediste. Llevo tiempo intentando conseguírtelos, así que espero que me digas que te parecen. Confío en tu paladar para la prueba de fuego.

Úsalos para algún momento especial. Una cena romántica estaría bien si tienes con quien.

Atentamente.”

Saqué los tomates y los guardé con cuidado en la cocina. Aunque solo fuesen para despistar tenían muy buena pinta y sería una pena desperdiciarlos. Volví a la caja y con cuidado busqué lo que le había encargado hasta que, finalmente lo encontré.

Reverentemente saqué uno a uno, los cilindros marrones y apergaminados del costado de la caja. Su aroma invadió la habitación y me deleité con su tacto. Tenían el tamaño perfecto para la caja de madera en la que a partir de ahora residirían. Por fin tenía claro para que la habían construido hacía siglos.

Un pequeño cilindro amarillento calló de la mesa. Lo cogí y tras seguir el ritual y desnudarme, saqué el pequeño quemador y encendí el cigarrillo con un gran deleite. Pero por primera vez no pensaba en el cigarrillo que estaba fumando, sino en cuando fumaría mis nuevas adquisiciones.

Decidí tomarlo dentro de cinco días, mi siguiente día libre. En el salón y con las persianas semi abiertas, mientras escuchaba buena música y después de una comida abundante y un buen postre helado. Haría como aparecía en aquella antigua foto de familia, con una buena copa en la mano, recostado en mi sillón. Saboreando con cuidado cada aroma y matiz del humo.

Sé que se aparta del rito diario, pero degustar un buen puro bien se merece inaugurar uno nuevo.

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