Inara


Llovía. Sé que puede parecer muy tópico, pero llovía. Estaba desnudo, enfrente del enorme ventanal de mi pequeño apartamento de estudiante, contemplando el agua que golpeaba las altas torres de insondable oscuridad que ocupaban aquella ciudad. Solo podía verse algunos brillos opacos en las paredes oscurecidas y una pálida y suave luz que cubría los senderos en el distante suelo. Pero las estrellas brillaban con fuerza, revelando una lechosa franja luminosa que reducía la grandeza de los planetas de la Federación a una nada apenas substancial, perdida en su inmensidad.

- ¿Cuándo podré salir de aquí? -, preguntó con suavidad Inara a mis espaldas. No me giré para mirarla, pero ella continuó -. Además, cada vez estás más tiempo fuera. Y cuando estás aquí, ya casi no me prestas atención. ¿Es que ya no me quieres?

- Iba a ser una sorpresa, pero si no puedes esperar a tu cumpleaños, te diré ahora que te estoy preparando.

Tras un segundo de silencio y mientras me daba la vuelta para mirarla a la cara, Inara respondió con sinceridad y un tono más alegre en la voz.

- No hace falta. Si me estás preparando una sorpresa, no me digas que es. Prefiero descubrirlo a su debido tiempo. Solo espero que sea buena.

- Ya lo verás-, le respondí a los claros y sinceros ojos verdes que me miraban desde el otro lado de la habitación.

A la mañana siguiente, bajé hasta los edificios del campus, dejando a Inara sola en el apartamento. Yo era unos de los pocos estudiantes de Informática y Programación Superior que se molestaban en acudir en persona al campus. Tal vez porque era uno de los más jóvenes de mi clase, o porque no soportaba la constante presión de mis padres, había decidido mudarme a un apartamento cercano a la universidad. Tenía, además, un pequeño trabajo a media jornada en una oficina al lado del propio campus.

Bueno, no era un trabajo como tal, sino que ocupaba el puesto de “Ayudante No Titulado” y solo tenía que echarles una mano a los técnicos de ayuda resolviendo los problemas más comunes y sencillos. Un trabajo fácil, rutinario, aunque durante la mayor parte del tiempo exasperante, y con un sueldo bajo aunque bien recibido. Pero lo que más agradecía era que constara en mi expediente para futuras promociones.

Además entre las clases en la facultad, sus interminables prácticas y ejercicios y las horas de trabajo, tenía que cuidar de Inara. Aunque la había visto crecer conmigo era muy inocente y le costaba asumir que no podía pasar todo el día con ella. Cada vez se estaba volviendo más posesiva y no podía soportar que no estuviese a su lado.

He de reconocer, que el salir de aquel pequeño apartamento y contemplar las maravillas de la ciudad, sumergirme en la vida laboral y académica y charlar con gente en persona, era un agradable cambio dado mi anterior estilo de vida. Pero Inara no lo veía así. Creía que la marginaba o ignoraba.

En realidad era todo lo contrario. La estaba protegiendo. Nadie podía averiguar que existía. Ni siquiera mis compañeros de facultad. La considerarían un peligro potencial. Algo peligroso, que debería ser eliminado a toda costa. Cada noche, al volver al apartamento, rogaba para que no hubiese ninguna patrulla de la policía cerca.

Pero hoy, sin embargo iba exultante con mi regalo para Inara, empaquetado bajo el brazo. Sin duda le gustaría su regalo de cumpleaños. Había trabajado durante más de un mes en poder terminar el programa en mis ratos libres. En la hora de la comida, en la biblioteca de la universidad, en el trabajo…

Por eso cuando llegué a la puerta del apartamento y la vi abierta de par en par, corrí hacia ella para ver qué había pasado, qué había sido de mi amor. En cuanto entré, dos fuertes brazos me agarraron por los brazos y el cuello, aprisionándome contra una pared y arrebatándome de un tirón el fruto de mis esfuerzos.

Le quitaron toda esperanza de vida en el exterior a Inara, que me miraba llorando desconsolada desde la pantalla del ordenador mientras técnicos informáticos de la policía tecleaban en sus consolas e intentaban averiguar sus secretos.

Y mientras los corpulentos policías me sacaban a rastras de mi apartamento, no pude reprimir un lastimoso y lloroso: “Te quiero, Inara”. Y la mirada de desprecio que vi en sus caras fue inapreciable, en comparación con el lastimoso grito de angustia que profirió Inara cuando los técnicos cortaron el cable de alimentación.

Cuando me esposaban y detenían por: “quebrantar la Ley de Restricción de Desarrollo de Inteligencias Artificiales”, pude percibir que la voz de Inara se iba apagando, cada vez más distorsionada e irreconocible, no pudiendo más que llorar. Lloré al recordar los tres maravillosos años que pasé programando, enseñando y amando a mi manera, a Inara.

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