Un mal vicio

Cuando me desperté ya llovía con fuerza. En esa época del año, en aquella ciudad llovía durante un mes sin parar. Día y noche caía la lluvia como si fuese una ducha tibia sobre los esbeltos y dispersos edificios. Al despertarme en el húmedo ambiente, lo único que tenía en mente era una cosa. Mi primera dosis matinal.

Me levante y preparé el desayuno. Nunca me había sentado bien tomarla en ayunas, así que preparé una copiosa comida. Unos bochos con crema de suá calientes, con un café bien cargado, cereales compactados y un vaso de leche caliente. Suficiente para aguantar un día de trabajo. Justo al terminar el desayuno, comencé a seguir mi escrupuloso ritual diario. Yo no era como todos aquellos despojos que consumían desesperados en parques, pasillos de servicio, balcones o cualquier otro lugar, arriesgándose a que los detuvieran y que los fichara la policía.

Primero cerré las ventanas y luego bajé las persianas. Y si, lo sé. Las persianas no pegan con mi estilo urbanita, pero son un recuerdo familiar. Me desnudé en mi habitación y guardé toda la ropa en el armario. Coloqué barras perfumadas por las esquinas del cuarto y un absorbente químico en el centro. No quería dejar ninguno de los fuertes olores o rastro alguno para cualquier vecino fisgón y, cuando estuve seguro y tranquilo, saqué mi pequeño alijo de su escondite.

Con cuidado y casi reverentemente cogí la caja de madera, el mechero y demás enseres de un pequeño cofre hermético que tenía oculto en el sistema de ventilación del piso. Con cuidado de no dejar marcas o quemaduras, acabé mi dosis matutina. Pero ahí no acaba mi paranoica y escrupulosa rutina.

Tras acabar y con cuidado de recogerlo todo, a su sitio, recogí los restos inutilizables y los metí en una pequeña bolsita de plástico. Lavé todos los utensilios necesarios para mi adicción con esmero, un fuerte desinfectante y me metí en la ducha, justo después de rociar la habitación con un ambientador de olor muy fuerte. Cuando salí, completamente limpio y sin olor, me vestí con la ropa que había llevado y encendiendo las barras perfumadas, recogí la bolsa con los restos incriminatorios para tirarla en algún contenedor público.

Tal vez os parezca que me tomara muchas precauciones, puede que fuesen excesivas, lo reconozco, pero llevaba casi quince años haciéndolo y aún no me habían cogido ni fichado. Con suerte no me cogerían, y si seguía con la misma rutina no tendría problemas. El punto más complicado del proceso era conseguir el material, pero aún así tenía diversos proveedores y varias fuentes de reserva.

Subí, como siempre, hasta el enlace de transporte de mi sector del edificio, y esperé tras los enormes ventanales a que el pequeño vagón entrara en la estación. En la media hora en la que tardé en llegar a las oficinas de la empresa en las que ahora trabajaba, y mientras el vagón parecía volar sobre los jardines del centro de la ciudad, acabé pensando, como casi siempre, en lo duro que me iba a resultar el día.

Las nueve horas de intensivo trabajo en la oficina resultaban una tortura, sobre todo sin poder parar para relajarme tranquilamente cada dos o tres horas. Era una constante prueba para mis nervios y sangre fría. Cuando me trasladaron había otro adicto como yo en la oficina, pero no duró mucho. Era muy impulsivo y acabó detenido por la policía infraganti en uno de los parques que había a los pies del altísimo edificio. Además lo ingresaron en una clínica de desintoxicación de la que salió libre, “curado” y con una breve condena a servicios forzados.

Al llegar a oficina, entré saludando con una sonrisa en los labios a todo el mundo. Como siempre me contestaron alegremente y haciendo bromas al respecto. Todos decían que tenía un humor muy cambiante, y no se equivocaban. A primera hora de la mañana estaba, casi sin excepción, de un humor excelente, pero conforme avanzaba la jornada empeoraba, llegando a ser en algunas ocasiones arisco y violento.

Mientras encendía las pantallas de mi mesa e iniciaba mi estación holográfica, no pude evitar pensar en lo cómodo que estaría trabajando en mi casa. Lo malo de que te destinaran a una nueva empresa como en la que ahora trabajaba, era que no me quedaba más remedio que ir a las oficinas.

Antes trabajaba desde casa, y podía parar de vez en cuando para relajarme, y tomar algo sin renunciar a mi ritual habitual. Tantos años de relajación habían hecho mella y el pasar más de diez horas sin tan siquiera la remota posibilidad de relajarme sin traicionar la rutina era frustrante y, claro, acababa repercutiendo en el humor. Era el único de la oficina que no salía a tomar la rutinaria copa de después del trabajo y que no se tomaba breves descansos en el pasillo. Estaba claro que Intentaba paliar el ansia trabajando, pero no lo conseguía del todo.

Además, ahora que mi nuevo estudio tenía un nuevo proyecto en ciernes, estábamos todos muy tensos. La posibilidad de que escogiesen nuestros motores para el nuevo modelo de aerodeslizadores sanitarios nos podría reportar muchos privilegios (para los trabajadores relacionados con el proyecto) y recursos extra (sobre todo para la empresa).

Las primeras horas de trabajo se pasaron volando, sobre todo comprobando los resultados de las pruebas a los modelos virtuales, que llevaban toda la noche procesándose en los ordenadores de la oficina. Solo uno de los resultados fue desastroso, pero como siempre acabamos aprendiendo mas de ese fallo que de los que salieron bien.

Con las comprobaciones de los resultados y las puestas en común con los compañeros encargados de distintas piezas, se pasó la mañana rápidamente y, como siempre al llegar la hora de comer estaba histérico y con unas ganas locas de volver a mi casa, seguir el ritual y con cuidado sacar la caja de madera de su escondrijo. Pero no tenía tiempo.

Tras salir de la oficina y caminar por los anchos pasillos, tomé el expreso hasta el nivel del suelo. En los escasos segundos que tardó en bajar los trescientos metros que había de mi oficina hasta el nivel del suelo, saqué la tarjeta del interior del bolsillo y me preparé para comprar mi almuerzo en uno de los puestos que había en el uno de los sótanos de la torre.

No era precisamente un local grande o glamuroso, y mucho menos tan luminoso como los que había en la primera planta, con buenas vistas y terrazas al exterior. Sin embargo, la comida era más que aceptable y se podía llevar para tomar en el exterior los días de buen tiempo. Yo siempre compraba la comida allí, pero no solo por el sabor de la misma o para poder tomarla en el exterior.

Aquel sitio me resultaba muy agradable y familiar, puede que por el olor tan peculiar que salía de su cocina. Era dulce y amargo a la vez, y tenía un claro matiz a madera, que me resultaba muy agradable y familiar. El olor despertaba mi apetito y, aunque parezca mentira, me ayudaba a soportar el largo día de trabajo.

Ya de vuelta en la oficina, conseguí centrarme en una de mis zonas problemáticas del motor, hasta casi la hora de salir. Como siempre estaba que trinaba y como siempre decliné más o menos amablemente la invitación de todos los días de mis compañeros a tomar unas copas.

Recordé que ya iba siendo hora de “compensarlos” por todas las invitaciones declinadas. No quería que mi habitual descortesía me enemistara con ellos y les hiciera sospechar de mis hábitos. Tenía pensado invitarlos a una comilona en uno de los parques, donde les prepararía una comida abundante y les servía bastante alcohol. Dentro de cinco días se había pronosticado buen tiempo, así que tal vez sería un buen día para reservar una parcela.

Hoy el trabajo se me había acumulado y acabé saliendo mas tarde de lo que tenía previsto, con varios modelos virtuales por acabar, que llevaba en varias placas de memoria para completarlos en mi casa. Cuando bajé hasta mi piso, en la zona de correo, abrí mi casillero y vi con gran alegría un pequeño paquete verde. Era de mi principal suministrador.

En los sistemas principales, el contrabando estelar está duramente sancionado, pero aún así se consiguen introducir moderadas cantidades, pese a todos los sistemas de defensa y aduaneros que están dispersos por el espacio. Las naves son detectadas y seguidas a mucha distancia y los micrometeoritos se siguen con especial atención en el Departamento de Control y Navegación Orbital, pero el espacio es muy grande y no se puede vigilar cada kilometro cúbico en todo momento.

Sin embargo mi principal suministrador no introducía contrabando, la cultivaba en el propio planeta. Era un ingeniero genético al que conocí hace bastante tiempo y con el que había acabado haciendo buenas migas y del que, por supuesto no os voy a decir cómo se llama. En uno de sus primeros estudios había intentado conseguir una variedad menos dañina e igualmente satisfactoria para ayudar a desenganchar, aunque no lo había logrado. En su lugar cultivó una variedad mucho más resistente y de mejor calidad que la que había podido conseguir en el resto del planeta.

Antes de conocerlo estaba desesperado por la pésima calidad del producto que encontraba por el planeta. Aunque intentase conseguirla en los lugares más elitistas a los que tenía acceso e intentara comprar material de calidad, similar al que me había habituado en mi planeta natal, los resultados siempre eran desastrosos. Pero en cuanto probé por primera vez aquel producto modificado, me quedé atónito. Era lo mejor que había llegado a mis manos en años.

Todos piensan que enviar substancias ilegales por correo ordinario es imposible. Pero en realidad, no es tan difícil, siempre que se haga en las pequeñas cantidades con las que nos movíamos. Además usábamos un paquete algo más grande de lo habitual, con varias mejoras para ocultarlo que yo mismo había inventado y ponía a punto de vez en cuando. Además siempre llevaba algunas frutas o productos que también cultivaba (y que estaban de muerte), para despistar.

Logré contener mi ansia de abrir el paquete en el pasillo, hasta entrar en mi apartamento y cuando abrí la caja con cuidado, dejé a la vista una docena de tomates de una calidad excepcional envueltos cuidadosamente en una gruesa capa de espuma refrigerante, que se deshizo en un vaho blanco al contacto con mi piel. Encima de ellos una nota escrita a mano, decía:

“Siento el retraso, pero espero que haya merecido la pena. Te envío una docena de los ejemplares que me pediste. Llevo tiempo intentando conseguírtelos, así que espero que me digas que te parecen. Confío en tu paladar para la prueba de fuego.

Úsalos para algún momento especial. Una cena romántica estaría bien si tienes con quien.

Atentamente.”

Saqué los tomates y los guardé con cuidado en la cocina. Aunque solo fuesen para despistar tenían muy buena pinta y sería una pena desperdiciarlos. Volví a la caja y con cuidado busqué lo que le había encargado hasta que, finalmente lo encontré.

Reverentemente saqué uno a uno, los cilindros marrones y apergaminados del costado de la caja. Su aroma invadió la habitación y me deleité con su tacto. Tenían el tamaño perfecto para la caja de madera en la que a partir de ahora residirían. Por fin tenía claro para que la habían construido hacía siglos.

Un pequeño cilindro amarillento calló de la mesa. Lo cogí y tras seguir el ritual y desnudarme, saqué el pequeño quemador y encendí el cigarrillo con un gran deleite. Pero por primera vez no pensaba en el cigarrillo que estaba fumando, sino en cuando fumaría mis nuevas adquisiciones.

Decidí tomarlo dentro de cinco días, mi siguiente día libre. En el salón y con las persianas semi abiertas, mientras escuchaba buena música y después de una comida abundante y un buen postre helado. Haría como aparecía en aquella antigua foto de familia, con una buena copa en la mano, recostado en mi sillón. Saboreando con cuidado cada aroma y matiz del humo.

Sé que se aparta del rito diario, pero degustar un buen puro bien se merece inaugurar uno nuevo.

Cartógrafo

El canto de la placa de datos que había estado leyendo la noche anterior, me tocó suavemente en la cabeza y me despertó. El dormir en ingravidez siempre conseguía relajarme y calmarme, y a partir de hoy lo necesitaría. Dentro de unas horas finalizaríamos los estudios y análisis previos, comenzando a adentrarnos en un nuevo sistema estelar.

Llevábamos observándolo a unos petámetros de la estrella desde hacía tiempo y ya habíamos conseguido situar todos sus planetas, casi todas sus lunas y muchos cuerpos errantes, contando ya con un modelo básico de sus orbitas e interacciones.

No sabíamos mucho de ellos, sobre todo de los que estaban en ese momento, ensombrecidos por la corona estelar, pero nuestro ecólogo jefe, que durante los dos meses y medio que llevábamos de expedición había estado dormitando aburrido por los rincones, ahora parecía un niño. Un niño impaciente e ilusionado con un juguete nuevo… que no podría tocar hasta dentro de, como pronto, medio año.

Ni la estrella ni el sistema tenían nombre aún, solo un número de catálogo, así que acabamos llamándolo “Preco” para abreviar, porque por las ganas que tenían los ecólogos de ponerles las manos encima... se podría considerar pre-colonizado.

Tanto Preco2 como Preco3, eran perfectos candidatos para ello. Ambos estaban en la zona de habitabilidad óptima de aquella estrella, y ambos tenían un tamaño planetario casi óptimo para su colonización. Aunque ahora nos dirigimos hacia los planetas exteriores, bastante agrupados entre sí, pudimos comprobar que todos aquellos cuerpos eran rocas hipercongeladas de piedra y hielo negro, sin ningún valor por el momento.

***

Tras unos cuantos meses viajando entre aquellas pequeñas rocas y dejando en el proceso, un par de satélites en cada una para hacer mediciones generales de los mismos, dejamos atrás las frías lindes del sistema y nos encaminamos hacia Preco8, el primero y más pequeño de los gigantes gaseosos. Por el camino estudiamos la camarilla de pequeñas lunas habituales que acompañan a los gigantes y que cada vez se distinguían mejor en las pantallas de los telescopios.

Los días de viaje pasaban rápidamente mientras los estudiábamos a distancia y perfilábamos con todo detalle las orbitas, primero de los satélites mayores, y luego los pequeños cascotes irregulares que flotaban por doquier. Desde luego no era lo único que estudiábamos, mirábamos de todo. Desde las tenues atmosferas y gases que los envolvían, sus superficies y topografía, su corteza, sus campos magnéticos y gravitatorios… Todo lo mensurable se midió y los datos fueron archivados y analizados con calma en los laboratorios y oficinas de la gran nave cartográfica.

Los ecólogos estaban que trinaban. Por mucho que miraran no había nada interesante para ellos en aquellas lunas. Todas eran unas rocas estériles y sin posibilidades de sostener una gran colonia por sí mismas. Sin embargo los geólogos no queríamos marcharnos tan pronto. Teníamos material para estudiar durante varias vidas y algunos de los pequeños encargados de laboratorio se frotaban las manos esperando los inevitables descubrimientos que se producirían y que, les proporcionaría promociones, privilegios y distinciones en sus carreras.

En el fondo casi todos estábamos en las misiones de cartografía por eso. Para empujar nuestras carreras, para ver cosas nuevas e interesantes y descubrir, tal vez, una nueva raza alienígena. Pasaba bastante a menudo, y ejemplares de todas las plantas y animales recolectados estaban cuidadosamente conservados y expuestos en los xenojardines y xenozoologicos de todos los Sistemas Principales y en bastantes de los Periféricos.

***

Tras dos meses de intensivo trabajo en Preco8, dejamos un pequeño grupo de satélites en órbita, abandonamos el subsistema y continuamos hacia el siguiente gigante del sistema, Preco7. En él pasó exactamente lo mismo, y otra vez lo mismo en Preco6. Pero en el quinto planeta, una enorme mole de gas con un color entre azul y violeta, nos topamos con una pequeña sorpresa.

La experiencia dictaba, aunque no siempre pasaba, que donde había atmosfera densa, existía vida. Generalmente no eran más que microorganismos y algunas plantas elementales muy adaptadas y resistentes. Pero en algunas ocasiones se encontraba un ecosistema complejo. Ese era el sueño de todo ecólogo. Pero estos ecosistemas estaban siempre en la zona de habitabilidad óptima de los sistemas, y no era probable que, estando tan lejos de ellos, nos topáramos con uno de aquellos.

La luna era bastante pequeña, pero tenía mucha más gravedad de la que le correspondía por el tamaño (4.1 m/s2), además su densa atmosfera de nitrógeno y dióxido de carbono, teóricamente permitiría vida superior en cierto grado. Los ecólogos por fin estaban contentos, ya tenían trabajo. Entre ser el primer cuerpo con atmosfera densa, y al ser muchísimo más masivo que el resto, se ganó casi de inmediato una tanda de expediciones tripuladas.

Fue la primera luna a la que bajamos. Aquella expedición, lejos de ser un paseo de placer, fue planificada casi al minuto. Lo único que tuvo de excepcional, aparte de ser la primera, fue la pequeña camarilla que se apuntó para constar como los primeros en pisar el sistema. El responsable de la expedición fue el primero en bajar, así como el jefe de seguridad y varios de sus soldados de alta graduación. El propio capitán de la Cassia pilotó aquella lanzadera y hasta bajó el único diplomático de la expedición, que pese a tener que estar en toda misión de ese tipo, nunca tenía nada que hacer.

Los ingenieros, técnicos y científicos varios fuimos el grueso de aquella expedición, pero también los últimos en bajar de la lanzadera. Y encima, teniendo que cargar con todo el equipo. Al menos no tuvimos problemas con los trajes estándar y pudimos trabajar sin problemas.

Los que trabajábamos teníamos la mente y el cuerpo ocupados, pero mientras tanto, los que habían bajado para hacerse la foto nos miraban hastiados y murmuraban sin parar lo aburridos que estaban. Lástima que lo hicieran por radio, y todos los escucháramos. El único que no dijo nada fue Mercutio Elam, el jefe de la expedición. Se quedó mirando el horizonte y no dijo nada en todo el día.

Los soldados vigilaban la nave y los alrededores, y el capitán y su copiloto revisaban la nave, comprobando que todo estuviese listo para el despegue. Mientras montaba mi equipo para tomar muestras de la corteza, no podía dejar de pensar en lo asombroso que me resultaba que el capitán comprobara personalmente una lanzadera. Estaba por encima de su categoría… muy por encima, de hecho.

Durante dos meses mantuvimos una docena de lanzaderas en constante movimiento. Cualquier sitio con una particularidad era visitado. Estuvimos en la cima y laderas de las más altas montañas, en valles profundos, en cañones, en mesetas… cualquier lugar interesante era explorado a conciencia.

Las muestras que recogimos en esos meses de exploraciones tendrían a cualquiera ocupado durante años, por lo menos. Pero por suerte contaba con un buen y numeroso equipo de ayudantes, pese a que tenía otras cosas más acuciantes en las que ocuparlos. Los geólogos estábamos siempre atareados, desbordados de trabajo, daba igual si hubiese vida o no. Y ahora además de los datos que tomábamos desde la órbita de las quince lunas, también tendríamos que analizar el equivalente a un pequeño planeta en tan solo dos meses.

A todas luces era imposible, aunque por lo menos intentábamos que nuestro estudio general y los informes que enviábamos cada semana fuesen siempre todo lo exhaustivos que pudiéramos. Sin embargo los ecólogos estaban, por fin, ligeramente ocupados. Aunque al principio solo habían encontrado unos cuantos microorganismos primitivos, localizaron bajo unas rocas una especie de “organismo superior”. Cuando lo anunciaron por toda la nave nos quedamos a cuadros. ¿Tanto revuelo por una especie de moco trasparente? Pero no podíamos quitarles mérito, era una forma de vida muy curiosa y extraña, que por lo pronto llevaba el nombre del joven ecólogo que la encontró. Seguro que la analizarían a fondo, pero para mí, con todo el trabajo acumulado que estaba esperándome en mis laboratorios, no me atraía el tema en lo más mínimo.

Aunque era el responsable superior de la expedición geológica, no estaba en el espacio exterior por amor a las emociones, la exploración o tan siquiera el de la investigación pura en pos de descubrimientos. Estaba allí, como tantos otros, para mejorar aún más en mi expediente de meritos y poder ascender de categoría u optar a algún puesto superior, como una cátedra de exogeología en alguna universidad de un sistema principal, aunque me conformaría con la de algún sistema periférico. Por lo menos, esperaba no seguir en una solitaria oficina de una empresa minera o destinado como un oficinista técnico cualquiera en el consejo general de cualquier sistema colonial. Pero había unos pocos que se dedicaban a ello porque les encantaba aquel trabajo.

Dilen, por ejemplo. Era la navegante principal y la jefa de cartografía estelar de la Cassia, llevaba en ese puesto durante casi quince años. Le encantaba calcular las orbitas de nuevos planetas por primera vez y poder trazar nuevas rutas por el espacio inmaculado y sin trafico estelar de aquellos sistemas. Por las noches se quedaba mirando por la ventanilla de mi camarote hasta que se dormía. Yo era incapaz de pensar así. Quería más, aunque no sabía de qué. En cuanto volviese al puerto tendría que hablar con mi asesor psítico.

***

Tras dejar atrás Preco5 y dar un largo rodeo orbital, llegamos a los límites de la zona interior. El cuarto planeta difícilmente albergaría vida. Era una roca fuera de la zona de habitabilidad factible. Fría, con escasa atmosfera y poca gravedad. Si acababa siendo viable la colonización del sistema, Preco4 necesitaría un proceso costoso y largo de adaptación para su colonización. Y pese a todo, con seguridad no podría soportar una población muy numerosa si finalmente se llevaba a cabo la transformación.

Solo estuvimos en aquella orbita un mes. No había necesidad de más. Era casi todo una llanura de rocas sedimentarias. Había algunas excepciones, por supuesto, pero al no tener indicios de que hubiese nada importante y, por una simple corazonada, dejé la exploración del planeta a cargo de mi segundo, que se pasó el mes yendo y viniendo a varias expediciones sin apenas resultados.

Por mi parte, pude aprovechar ese tiempo para empezar a analizar las muestras que recogimos en Preco5D. Me seguía preocupando la fuerte gravedad de la luna, sobre todo en comparación con su reducido tamaño. Así que durante dos semanas busqué trazas de metales pesados, minerales radioactivos o de cualquier cosa que pudiera explicar esos niveles de gravedad, pero pese a todo, no pude encontrar nada especialmente raro.

Las muestras eran casi todas de rocas con una alta concentración de hierro, titanio, iridio, platino… Metales relativamente escasos y en una concentración mucho más alta de lo normal, pero no había ninguno particularmente raro. De todos modos, con tantos metales pesados, acabaría montándose una colonia minera. Solo con la riqueza de esos yacimientos ya se compensaría el tiempo y recursos gastados en la exploración y colonización del sistema.

Varios días después envié un informe preliminar, no era un análisis completo de la luna, ya que me faltaban por analizar infinidad de muestras, pero en un principio había más reservas de metal en esa luna que en cualquiera de las mayores colonias mineras del resto de la Federación.

***

Desde hacía muchos meses todos los sensores y sistemas de comunicaciones estaban alerta, escaneando todos los planetas del sistema. Pero excepto el ruido de fondo de los gigantes gaseosos y los erráticos pulsos magnéticos de la estrella del sistema, no detectamos nada. Ni ondas de radio, ni haces laser, ni perturbaciones de campos cuánticos… nada. En realidad eso no quería decir que no hubiese vida inteligente, sino solo que no la detectábamos.

Esta ausencia de indicios tecnológicos no impedía que, mientras nos acercábamos velozmente a Preco3, se acrecentara la excitación de los ecólogos. El que no hubiese nada tecnológico o inteligente no implicaba que no hubiese vida. No sería esta vez la en la que nos topásemos con vida inteligente no humana, pero un ecosistema complejo no se descubría todos los días.

Hacía meses que se había analizado la atmosfera, no se podía respirar, era letal para los seres humanos e incompatible con nuestro ecosistema. Había oxigeno, nitrógeno y demás gases inocuos, pero tenía una alta concentración de cianuro amónico en el aire que la hacía irrespirable.

Las fotos y vídeos del telescopio revelaban desde hacía semanas un planeta de un color azul verdoso casi uniforme, con relativamente poco terreno firme y unos gigantescos casquetes polares de color verde muy claro. Era frio, pero soportable. Sobre los 10 grados de máxima en el ecuador del planeta, aunque claro, solo eran mediciones de unos pocos meses y, por supuesto su precisión no era muy alta.

Cuando finalmente tomamos tierra (curiosamente éramos los mismos que bajaron en la luna de Preco5), un idílico paisaje de playa tropical nos dio la bienvenida, solo que en esta playa estaba nevando. Era una nieve con un ligero matiz verde y se derretía en cuanto tocaba el suelo, sin acabar de cuajar. Por suerte, la presión en el planeta era lo suficientemente alta como para no tener que utilizar trajes presurizados, y solo llevábamos respiradores, filtros y una capa de ropa aislante de última generación. En general, estábamos mucho más cómodos que los trajes presurizados de las otras expediciones y no tuvimos los problemas que los otros trajes acarreaban.

Tras unos pocos minutos y varias pruebas después, comprobé que mi intuición no me había fallado. El cianuro amónico no solo estaba muy concentrado en la atmosfera, sino que también lo estaba en el agua y el suelo. La tierra de ese planeta era completamente improductiva. El agua era otra historia. Podría filtrarse y purificarse sin demasiados problemas.

***

La primera semana, todo fue muy rutinario y aburrido. Las muestras de los pequeños continentes eran muy similares y no revelaron nada más que trazas de minerales y elementos útiles. Pero nada importante. El suelo podía considerarse como yermo y sin valor de ningún tipo.

Ninguno de nosotros nos sorprendimos cuando los ecólogos solicitaron modificar cuatro lanzaderas para utilizarlas como buques de superficie. Tras peinar los continentes encontrando solo plantas y algún que otro insecto, pretendían explorar las profundidades del océano para comprobar que tipo de inquilinos se alojaban en aquellos océanos. Desde luego yo había aprovechado y, ya que estaban por la labor, les pedí que acoplaran una sonda para estudiar la orografía submarina.

A los tres días, y aunque seguíamos recibiendo datos de todas las sondas, no regresó ninguna de las lanzaderas, pese a tener programado su reabastecimiento y la rotación de la tripulación. Preocupados los llamamos varias veces, pero no contestaban. Como las balizas funcionaban, conocíamos sus posiciones, el jefe de seguridad mando una lanzadera con personal militar para que averiguaran que pasaba.

Yo me enteré al día siguiente, pero los ecólogos y técnicos que habían bajado, así como el piloto no querían volver a la Cassia. Los soldados tuvieron que reducirlos a la fuerza y llevarlos hasta la enfermería de la nave, donde hubo que sedarlos por sus violentas reacciones y recriminaciones. La misma tarea se repitió para las otras tres lanzaderas y, de un plumazo, la expedición se quedó con menos de la mitad de sus ecólogos. Al día siguiente, los soldados y el piloto que habían bajado a rescatar a los equipos aislados, comenzaron a comportarse de manera rara. Gruñían por todo, estaban irritables, malhumorados y en su cara se veía una expresión ausente.

El resto de las cortas expediciones, que se seguían realizando bajo exhaustiva supervisión, no parecieron afectadas, al principio. Conforme pasaban los días y poco a poco, empezaron a tener un carácter más irascible y violento. De hecho estallaron algunas peleas en el comedor y los pasillos que el destacamento de seguridad tuvo que contener, aunque difícilmente lo lograron. Pero para aquel entonces, ya tenían otros problemas.

Los soldados que habían rescatado a los ecólogos, habían pasado de un estado de paranoia ligera a una completa y total furia asesina. Exigían voz en grito que los devolvieran al planeta, y por muy aislados que estuvieran, a veces se escuchaban sus alaridos en por los pasillos vacíos de la nave.

Llegados a ese punto, se suspendió toda bajada al planeta. Los médicos estaban desconcertados, físicamente estaban bien. No había toxinas, ni venenos, ni ningún tipo de agente extraño en el cuerpo de los afectados. Lo único anómalo era su proceso mental y su química cerebral. Según todos los análisis, padecían un claro desequilibrio en los neurotransmisores cerebrales, además de una sobrecarga en el sistema nervioso y otros indicadores más sutiles, que se fueron descubriendo con el tiempo.

La mayoría de nosotros ya casi no salíamos de los laboratorios o de nuestros camarotes. Moverse por los pasillos de la nave, si bien no era más peligroso que de costumbre, producía ahora una desagradable sensación de incomodidad y peligro. Los alaridos y gritos no ayudaban para nada a calmarse, y cada vez iban a más.

De todas formas teníamos mucho que hacer sin bajar al planeta y podíamos seguir obteniendo datos desde la órbita del mismo. No eran tan buenos ni exhaustivos como si tuviésemos muestras físicas, pero servían y aunque no fuesen del todo precisos, eran bastante fiables.

***

Cuando se nos convocó a una reunión de urgencia, Mercutio Elam estaba casi al límite de la desesperación. Nadie tenía ni idea de por qué pasaba eso, los médicos estaban desconcertados y no tenían ni idea de las causas, los militares ya apenas contaban con efectivos y los técnicos estábamos sobrepasados de trabajo. En la reunión se nos explicó casi todo lo que había sucedido antes y después de las primeras “infecciones” – seguían llamándolos así pese a que no se había detectado ningún tipo de agente infeccioso-.

Los primeros afectados habían estado en alta mar durante toda su misión, que básicamente había consistido en pases largos y continuados por largas zonas de mar abierto. Arrastraban sensores pasivos y activos de varias clases: emisores de pulsos, escáneres tridimensionales, sonares de varios tipos… Además también capturaron varias muestras vivas de especies foráneas para su estudio, conservación y, en algunos casos, posterior vivisección.

Los siguientes en verse expuestos fueron los que se encargaban de exploraciones similares pero cerca de la costa. Habían obtenido más resultados que las primeras, perfilando el suelo arenoso del lecho, tomando mejores muestras y descubriendo unas estructuras geológicas de una piedra porosa, una geometría casi perfecta y varias decenas de kilómetros de lado.

Finalmente también se vieron afectados los que estaban destinados en la propia costa con exploraciones en terreno firme, principalmente en busca de nuevas especies y equipos de prospección para la toma de muestras geológicas. Personalmente tuve mucha suerte, iba a participar en una de esas expediciones costeras, pero acabé dejándoselo a Zerien y a su equipo. Ahora estaba atado en una sala de aislamiento tras intentar abrirle la cabeza a uno de los pilotos y su equipo estaba sedado o recluido por su comportamiento errático y violento.

También estábamos los que no nos habíamos expuesto, pese a haber estado en el planeta. Un pequeño grupo y yo bajábamos regularmente a la mayor cadena montañosa del planeta. Tras dos días de trabajo constante al borde de varios precipicios y una vez en la nave, no demostramos ninguna muestra del trastorno que sufrían los demás, así que optaron por dejarnos libres, pero vigilados.

Mercutio acabó ordenándonos que dejásemos la cartografía por el momento y nos centráramos en relacionar los casos con los datos que teníamos. Tras varios días de investigación, fue un joven soldado al que se le ocurrió analizar los puntos de infección como si fuese un despliegue militar. Las infecciones coincidían con un patrón de movimiento de guerrillas que, según él, había estudiado en la Academia.

Esto puso casi histérico al Jefe de Seguridad, que rápidamente intentó que se adoptara un plan de acción muy agresivo y llamar por refuerzos. Pero Mercutio acabó decantándose por otro, al parecer más conservador y menos belicoso, aunque le comunicó al Comando de la Flota todos los datos obtenidos. Todos sabíamos que los militares tenían planes de contingencia para cualquier situación. Era su trabajo, pero que tuviesen múltiples planes de acción para, seguramente, todos los tipos imaginables de primeros contactos era cuando menos preocupante.

La respuesta no se hizo derogar, en varias horas llegó el mensaje en respuesta desde el Comando de la Flota, el Consejo Federal Supremo ya estaba reunido. Al no haber confirmado un Primer Contacto y ser solo la suposición de un soldado, coincidían en lo preocupante de los datos, se nos ordenó obtener más información por todos los medios que Mercutio estimara necesarios. Pocas horas después, tras comenzar a trabajar en los ajustes necesarios a varias sondas que aún no habíamos lanzado, llegó la confirmación del Consejo Supremo. Mercutio tenía una Hoja Blanca.

Nos quedamos helados. Pocas veces se le había concedido Hoja Blanca a un solo regis y la más sonada había sido durante el Conflicto de Terea, donde todo aquel sistema central había sido afectado por perturbaciones gravitatorias extremas y el necesario realojamiento de casi tres mil millones de personas. Ahora le daban una Hoja Blanca a Mercutio, y podía disponer por completo de nuestras vidas y de todo lo que quisiera sin reproches posteriores.

Además nos enviaban un Grupo de Combate Completo y su fuerza adjunta para cubrirse las espaldas. El problema era que, si bien las naves rápidas podrían llegar en apenas once o doce días, vendrían todas juntas y los acorazados no destacaban precisamente por su velocidad. Estaríamos solos en aquel sistema hasta por lo menos dentro de cuarenta días. Y eso solo si forzaban mucho los motores.

De todas formas, todos teníamos plena confianza en Mercutio. No se alcanzaba su categoría siendo un desalmado ni tomando decisiones precipitadas. Fuese lo que fuese lo que causaba aquellos síntomas, estaba en el gigantesco océano del planeta y pensábamos encontrarlo y averiguar qué había pasado con exactitud. A los dos días las sondas subacuáticas estaban listas para ser arrojadas al agua desde una lanzadera, cosa que se hizo de inmediato.

Pero mientras las lanzaderas estaban fuera, pasó algo. No sé como lo hicieron. Y la verdad es que ahora ya no importa. Los infectados consiguieron escapar y acceder al puente de mando de la Cassia, haciéndose con el control y la navegación de la nave, que ahora se encontraba en un ingreso de emergencia en Preco3.

La Cassia no estaba diseñada para ingresos atmosféricos, las estructuras auxiliares de comunicación y exploración comenzaban a derretirse bajo las altas temperaturas del plasma que ahora rodeaban la nave. Los temblores en todas las cubiertas eran brutales y no había manera de permanecer de pie pese a la gravedad artificial.

Por las ventanas de observación se veía un fulgor naranja y azulado que se agrupaban en temblorosas líneas iridiscentes. El fuselaje estaba comenzando a brillar y ninguno de nosotros sabíamos si los módulos de laboratorios aguantarían intactos.

El choque con el océano no fue precisamente suave, hubo muchos heridos y varios muertos.

***

Nadie vino a por nosotros y estuvimos encerrados durante muchas horas en aquel módulo. Intentamos por todos los medios abrir los mamparos, pero estaban bloqueados y sin energía. Por las ventanas vimos como nos hundíamos poco a poco en las profundidades del mar. La nave tenía una vía de agua y empezaba a pesar cada vez más.

Cuando finalmente tocamos fondo muchas horas después, la estructura tembló y resonó como una gigantesca campana, pero por suerte las ventanas no se rompieron ni agrietaron. A lo lejos y por ellas pudimos ver uno de aquellos afloramientos rocosos tan regulares que habíamos descubierto hacía tan solo una semana.

No había manera de salir de aquel módulo y, mientras intentábamos prepararlo todo para mantenernos con vida hasta que llegara el grupo de combate, la energía falló y la gravedad artificial se apagó. Fue algo singular. Hasta ese preciso momento, las mesas, documentos y muestras estaban desperdigadas por el suelo, pero uniformemente repartidas, pero cuando el campo de gravedad se interrumpió, fue como si un gigante le pegara una patada a la habitación, lanzándolo todo de una vez hacia una de las esquinas.

El desorden desapareció, pero a costa de perder toda superficie de apoyo, los suelos se transformaron en paredes, los techos en paredes, las paredes… siguieron siendo paredes. Ya casi no podíamos movernos. Durante días estuvimos allí inmovilizados, pero lejos de desesperarnos cada vez estábamos más tranquilos y relajados.

La muralla de roca que se veía por el cristal era lo más bello que había visto en mi vida, pero palidecía al lado de la gracia sobrecogedora de las criaturas que ahora nadaban entorno a la Cassia. No podíamos dejar de mirarlas. Su piel gris e iridiscente, su cola con tres aletas y sus brillantes ojos verdes se podían distinguir con toda claridad al otro lado del cristal. Y su voz, aquella magnífica voz resonando a través del casco de la nave con un dulce y agudo sonido.

No podíamos dejar de mirar por la ventana.

No queríamos dejar de mirar.