Jolly Roger

- Nunca tenemos beneficios, chico-, bramó con fiereza Frakniton, mi actual contable-. Flotamos por ahí y apenas hacemos algún que otro encargo. O cuando lo hacemos, no nos reporta suficientes roblones como para mantener este armatoste que llamas nave, en funcionamiento.

Lo miro de hito en hito. No soporto que me llame chico, aunque casi me triplique la edad. Tampoco me hace la menor gracia que critiquen mi nave. Y para rematar, el aspecto de mi contable resulta, cuando menos, ofensivo a la vista.

No levantaba del suelo ni un metro y cuarto de altura y su rala barba negra y blanca le llega a las rodillas. Su boca, sin apenas dientes, emite una peste que recuerda a una letrina. Además, su nariz retorcida y de un tamaño descomunal, amenaza constantemente con caerse de su arrugada cara. Sus ojos están cansados y velados de tanto mirar a las pantallas de contabilidad y su cuerpo marchito y decrépito pese a no poder disfrutar de todo dinero que fluye entre sus manos.

Sé muy bien que me roba en cuanto puede, pero la principal regla de los que manejan los números es: “que no te pillen”. Ya le llegará el turno de dar el Pequeño Paso. Todo a su momento.

- ¿Y bien, señor Frakniton? ¿En qué me aconseja invertir? -, dije con un evidente tono irónico que hizo reír a algunos en el puente de mando-. ¿Una casita en un planeta apartado? ¿Montar una fábrica?

- Déjate de recochineos chaval,- gritó salpicando la piel de la chica que tenía a mi lado-. Échale agallas y ataca algún puesto minero o a alguna colonia nueva. Siempre tienen material que se vende muy bien.

- ¿De qué nos servirá el dinero si nos matan a todos y revientan las naves?-, grité dando un puñetazo sobre el mango de mi trono de mando-. Ya no vivimos en tus tiempos, maldito espantajo. Las nuevas naves de esos estirados son más potentes que las nuestras y muchísimo más numerosas. Además, ahora ya no podemos igualarlas ni en velocidad ni en potencia.

- Lo sé perfectamente. Pero podríamos…

- ¿Aliarnos con otros?-, le interrumpí -. Estas como una cabra. ¿Recuerdas lo que nos pasó la última vez que lo intentamos o por fin estás senil? ¿Y en la ocasión anterior? ¿Y cómo crees que conseguí esta nave? ¡Largo de aquí y déjame pensar!

Ciertamente llegaba a odiar a ese vejestorio. Pero sabía que tenía razón. Si no fuese por su habilidad con los números tendría que haber despedido a más de la mitad de mis mercenarios. Y como lo odiaba por ello. Llevábamos más de dos años desastrosos. Nuestras bodegas nunca se llenaban, y nuestros motores trabajaban siempre a poca potencia para no desgastarlos ni despilfarrar el combustible.

Algo tendré que hacer, o a este ritmo acabará por estallar un motín. Pero no hay donde escoger. Las Congregaciones no tienen mucho que ofrecer por los escasos servicios que solicitan. Tomar por la fuerza lo poco que tienen rara vez sale rentable y es peligroso. Los Sistemas Oscuros son perfectos para comerciar, siempre que tengas mucho dinero para pagar por lo que quieres y suficientes armas como para pedir el precio que te dé la gana. Trabajar para ellos no siempre reportaba los suficientes beneficios por los riesgos que te obligaban a asumir. Las Flotas las han controlado desde siempre los Grandes Señores, y estos no querían saber nada de los Independientes como yo. Si me atrevo a pedirles trabajo o a unirme a su flota, como poco acabaría con un cañonazo en los motores y mi nave tomada.

Mientras removía aquella infusión del color de la sangre fresca, algo daba vueltas a su vez en mi cabeza. Algo que había dicho o me habían dicho, pero no sabía que era. Daba igual, ya vendría. Aquel viejo loco pretendía que arriesgara aquella nave, que mi difunto y valiente tío (al que yo mismo maté) había conseguido robarle a aquellos estirados. Era de lo mejorcito que había en aquella época. Buenas armas, escudos decentes, una línea sobria, gravedad artificial y por supuesto rápida. Era lo que cabía esperar de un crucero pesado de la mismísima Federación.

El problema era, como siempre la tripulación. Un técnico decente costaba 100.000 roblones al año y cualquier nave de ese tamaño necesitaba por lo menos diez. Y mi tío, con toda su infinita sabiduría, había contratado a veinte por medio millón al año. Ahora los motores estaban desgastados, habíamos perdido la quinta parte de las armas y el blindaje del reactor tenía más grietas que una luna apedreada. Y eso que la reparé y afiné lo humanamente posible. Había tenido que gastar hasta el último roblón que le quedaba al putrefacto cadáver de mi tío para ponerla otra vez en un estado medianamente decente.

Los mercenarios eran otra cosa. Carne de cañón que no tenían mayor aliciente que comer, beber, pelear y fornicar con cuanta mujer u hombre (o bicho, recordé) hubiese a bordo. A un par había tenido que “reprenderlos severamente” por intentar propasarse con mis chicas. Aun sonrío al recordar como gritaban rogando que alguien los matase. Y como todos se negaron a hacerlo. De todas formas eran mucho más baratos que cualquier técnico, por 1.000 al año, tenía a un chaval que aún no se había ensuciado las manos o si llegaba a los 10.000 a uno bastante bueno, aunque los mejores trabajaban a comisión.

Pero las buenas oportunidades de enriquecerse escaseaban. Y aunque habíamos tenido unas cuantas, estas no fueron todo lo rentables que podrían haber sido. En una ocasión nos topamos con dos naves de carga, así que las inutilizamos y asaltamos. Solo para descubrir que acababan de descargar en un Centro Comercial hacía menos de dos meses y de aquella solo transportaban basura y restos casi inútiles. Eso nos pilló por sorpresa, porque no sabíamos que en ese sistema hubiese ningún centro, así que fuimos a buscar trabajo. Pero al poco de llegar tuvimos que salir a toda prisa sin poder encontrar nada porque nos enteramos que un Gran Señor iba a atracar allí con parte de su flota. Y no es buena idea estar en el mismo sitio que un Gran Señor al que no conoces.

Y así una y otra vez. Fuimos dando tumbos de un sistema a otro sin poder conseguir más que míseros roblones sueltos por transportar algunas mercancías. Además sé que se está tramando un motín, tiene que estarlo. Ninguna tripulación aguanta tanto tiempo en esas condiciones. Solo tienen miedo de las consecuencias si fallan.

Otra vez. Tenía la sensación de que una escurridiza pero excelente idea estaba rondando por mi cabeza. Se negaba a dejarse atrapar, pero ya lo conseguiría.

- ¡Jolton, queda al cargo!-, le dije al navegante -. Necesito algo de tranquilidad

- Claro, capitán-, dijo con una sonrisa-. Tómese el tiempo que quiera.

Dejé el puente de mando, bajé por una de las suaves rampas de acceso al mismo y llegué al pasillo principal del “Sombra Reluciente”. En él había cajas abiertas y apiladas unas dentro de otras, sin las provisiones que antes contenían. Seguí avanzando mirando los mamparos negros y plateados que bordeaban el pasillo. Antes eran grises y con líneas rojas que aparecían de vez en cuando. A mi tío no le gustaba el gris, así que las hizo pintar de azul. Pero mi color era el negro, y negros eran los pasillos de mi nave.

A mi paso, los mercenarios y técnicos de la nave dejaban todo lo que hacían, se apartaban de mi rumbo y me saludaban alzando y juntando dos dedos. Pude ver miradas de lasciva avaricia de algunos de los mercenarios, sobre todo de uno al que no había visto antes. Ni siquiera tenía edad de afeitarse, pero ya tenía una cicatriz en el pecho y lucía orgulloso dos huesos tatuados bajo el ojo. Obviamente no me miraban a mi (no todos, al menos), sino a mis dos esclavas, que avanzaban sumisas y algo temblorosas muy cerca de mí, pero con cuidado de no tocarme en ningún momento.

Otra vez. ¿Pero qué era aquello que me rondaba sin parar por la cabeza? Al quedarme quieto un momento, intentando atrapar esa idea, un fuerte golpe sonó detrás de mí. Rápidamente me giré, y en mi mano ya estaba una pistola sónica. Con ella podría derribar a todos los que estuviesen en el pasillo de un solo tiro y dejarlos inconscientes. Pero no hay necesidad. En el suelo, y con las rodillas de un par soldados mayores descansando en su espalda, yace el chico de antes.

- No se lo tenga en cuenta, capitán-, dijo uno que se parecía bastante a él y que si me sonaba-. Es mi hermano pequeño. Ya luchó bajo su bandera dos veces.

- Bueno, así que tu hermano ya no es un virgen pusilánime, no… Sharnk-, dije haciendo un esfuerzo de memoria. Intentaba conocer el nombre y mote de todos los que tenía en nómina en mi navío.

- Lo sentimos, capitán. Pero ya nos hemos cuidado de que no toque sus pertenencias con sus asquerosas manos mugrientas-, dijo el otro, rápidamente-. No conocía esa norma, señor.

- Dime chico-, gruñí mientras me acercaba y me acuclillaba sobre el suelo mugriento sobre el que estaba tumbado y le miraba a la cara-. ¿Cómo te llamas?

- Soy Riknar Sharnk-, dijo a duras penas bajo el peso de su hermano y de su compañero-. Capitán, no conocía la…

- ¿Y qué pretendías hacer con mis chicas?-, le corté.

- No, capitán. No quería tocar a las chicas-, dijo como pudo-. A la morena le colgaba una cadena dorada del la coleta y pensé que podría perderla por accidente. Y tiene pinta de valiosa.

Les hice una señal para que le dejaran levantarse. Mientras lo hacía reflexioné que tenía razón, aquellos colgantes eran muy valiosos. De hecho más que su miserable vida.

- Sabes que no puedo permitir que alguien se libre por desconocer las normas-, dije con mucha calma. Lo cual bastó para ponerlo nervioso-. ¿Te han contado lo que les hice a los últimos que intentaron tocar a mis chicas? Bah, da igual. Como me cae bien tu hermano, solo te llevas veinticinco varazos. ¡¡Señor Rodwil, al pasillo principal de inmediato!!-, grité, y el sistema de megafonía se activó y mi voz resonó por toda la nave. Riknar se puso pálido, pero cuando le contaran de lo que se había librado acabaría por alegarse.

- ¿Quería verme, capitán?-, dijo una voz a mi espalda.

- Si. El señor Riknar Sharnk se merece veinticinco varazos-, le señalé con un gesto aburrido-. Déselos de inmediato y no se ande con remilgos. Dicen que ya ha luchado, así que sin duda estará templado por el dolor. Que no escasee la fuerza. Y quiero que todas las pantallas lo emitan a máximo volumen.

- Si, capitán-, dijo. Y agarrándolo del brazo se lo llevó a uno de los almacenes que llevaba vacío demasiado tiempo.

Seguí caminando por el pasillo central y todos siguieron apartándose y saludando. No pasó mucho tiempo hasta que en todas las esquinas, salas y barracones surgiera de la nada la imagen del chico atado a una escuadría del almacén y completamente desnudo. Rodwil estaba a su espalda, con una gruesa tubería en sus manos. Este no era un desalmado, aunque intentar parecerse a uno. Al chico le dolería horrores cada golpe, y seguramente le rompería unos cuantos huesos, pero no lo mataría.

Los gritos del chico resonaron por la nave a partir del cuarto golpe. Cada poco resonaba un alarido de dolor y al pasar por delante de la cantina, noté como todos estaban quietos y sin moverse, mirando a la pantalla. Entré en una de las salas de observación y cerré las puertas. En la pantalla de aquella sala, vi el último varazo, que lo dejó sin sentido. Rodwil, conocía bien su trabajo, un hombre menos competente hubiese tenido que descansar varias veces. Y el chico no era poca cosa, aguantar semejante castigo sin caer inconsciente hasta el final, tomé nota mental de que tendría que tenerlo en cuenta para el futuro.

La sala de observación era estrecha y alargada, pero eso no importaba. Al pasar la doble puerta, no había gravedad. Flotando traspasé la segunda esclusa con tranquilidad, y las inmensas ventanas, que estaban cerradas y protegidas por laminas de metal, comenzaron a abrirse de inmediato. La negra inmensidad del espacio, solo salpicado por las estrellas brillantes entró en la sala y pareció que no hubiese pared y estuviera flotando fuera.

Sin embargo y con cierto desagrado, noté como una de mis esclavas flotaba dando vueltas sin control y con una evidente cara de ir a vomitar. La otra estaba intentando ayudarla, pero la miraba impotente. De pronto se giró hacia mí y con temor dijo:

- Disculpe Amo, no quisiera molestarle, pero ¿no sería prudente que desactivara durante un rato nuestros collares? Podríamos alejarnos accidentalmente.

- De eso nada-, le corté tajante-. Si no quiere morir que permanezca cerca de mí. Aprende rápido a moverte o te dejaré en los barracones para que mi tripulación se divierta contigo.

Sus caras empalidecieron y se agarraron mutuamente. Ayudándose se lanzaron hacia la pared que tenía a mi espalda y allí se quedaron. Una tratando de no vomitar y la otra sujetándola y mirándome con odio y temor. Ni me inmuté, tenían que aprender quien mandaba. Me senté en el aire, relajado y tranquilo y comencé a mirar la estrella doble que estaba a poco más de un año luz. Resultaba agradable y tranquilizador.

Tras un buen rato allí, sin pensar en nada en particular, se hizo la luz y conseguí atrapar la idea que llevaba horas rondándome. Sin tiempo que perder, me estiré y tras empujarme en la pared, me lancé con precisión y a toda velocidad hacia las puertas de la sala de observación. Mis esclavas, me siguieron aterradas y desesperadas, pero donde yo, gracias a la experiencia de toda una vida, conseguí parar sin vacilar y con toda precisión, ellas chocaron entre sí y contra la pared perdiendo el control.

Sin esperarlas, me lancé corriendo hacia mi camarote, justo al lado del puente de mando. Entré en mi cámara a toda prisa y de un manotazo quité de la mesa los platos y monedas sueltas que allí tenía. Agarré los viejos planos digitales de la Federación que había heredado y los libros donde iba guardando y anotando todas las noticias que iba recibiendo.

Al fin levanté la cabeza satisfecho, podría funcionar al menos durante cierto tiempo, hasta que descubrieran como detenernos, pero con suerte tardarían en hacerlo. Mis chicas estaban acurrucadas en su esquina de la habitación, sudadas, aterradas, con moratones en la piel y algunas heridas sin ninguna importancia. Me incorporé y estiré, debían haber pasado varias horas desde que entrara. Crucé la puerta al puente de mando y allí pregunté por mi nave, como siempre que entraba.

- Sin novedad, capitán, aunque el castigo fue entretenido-, dijo Jolton. Y mirando a las aún temblorosas esclavas, con una lascivia inconfundible, continuó-. ¿Se ha divertido usted, capitán?

- He estado pensando-, dije-. Trace rumbo a Höngo. Velocidad media. Tenemos que ir de compras.

- Claro señor, pero… ¿por qué Höngo? Los estirados lo atacan constantemente y no tiene más que chatarra y desperdicios reciclados.

- Tienen lo que necesitamos-, musité quedamente. Y volví a mi camarote.

Al día siguiente me desperté con hambre, retorcido sobre la cama. Me desperecé, vestí rápidamente, conecté los collares de las chicas al control de la habitación y las dejé durmiendo entre las sabanas, no quería tenerlas cerca, distrayendo a mi tripulación. Entré en la sala de oficiales, justo al otro lado del pasillo y con un grito, activé la megafonía de la nave y convoqué a todos los “oficiales y accionistas”.

Era un chiste bastante viejo. Los accionistas eran, básicamente, los que trabajan a comisión en la nave y ningún pirata que se precie se consideraría un oficial. En mi caso éramos nueve, incluyéndome a mí. Cuando por fin estábamos apoltronados en los cómodos sillones y con las barrigas llenas tras el desayuno, comencé.

- Todos sabéis que llevamos una mala racha.

- Una racha malísima, capitán-, dijo Rodwil, mi segundo.

- Ya. Pero tengo una idea-, dije. Esperé un rato y puse mi voz de vendedor condescendiente, que hacía tiempo no utilizaba-. ¿Sabéis donde están las riquezas más grandes y los productos más apreciados?

- ¿En las naves de los Grandes Señores? -, dijo alguien.

- No, ¿alguien más?

- ¿En los grandes Centros Comerciales?

- No-. Esperé un rato y como nadie dijo nada, continué-. En La Federación.

- ¿Quieres saquear un planeta colonial de los estirados? -, dijo Rodwil

- No.

- ¿Alguno de los periféricos?

- Aaaaaaaaa… no.

- ¿Quiere asaltar un sistema central?-, gritaron varios a la vez.

- Sin duda te falta sangre en la cabeza y te sobra en otro sitio, capitán-, dijo Jolton-. Hacer eso sería un suicidio.

- Si, sería un suicidio. Y por eso mismo no lo haremos-, dije como si fuese obvio y tras un rato en silencio continué-. ¿Qué es la Federación? Unos planetas habitados en poco menos de quinientos sistemas estelares que…

- Yo he oído que casi llegan a los mil.

- Y yo que tienen muchos más.

- ¡Como si tienen un millón! -, grité-. ¡Solo son planetas que no paran de girar! Su espacio no es una fortaleza, ni tienen cada kilometro cubico de espacio vigilado. No existe una burbuja flotando en el espacio que diga “aquí empieza La Federación así que si entras estás muerto”. Son sistemas aislados, rodeados de espacio vacío.

- ¿Y qué? En ese espacio vacío no hay nada para saquear. Está vacío. No hay nada.

- Sí y no. Dígame, Jolton, ¿Cómo se viaja de un planeta a otro de otro sistema?-, dije con el insufrible tono de un mayor intentando explicarle por tercera vez a un niño pequeño la misma cosa.

- Pues… en una nave espacial-. Toda la mesa estalló en grandes risotadas.

- ¿Y cómo tiene que hacer esa nave para poder ir de un sistema a otro? Creía que era usted navegante.

- Lo soy-, dijo herido en su amor propio-. Hay que trazar una órbita alejándose de cualquier distorsión gravitatoria de los cuerpos sólidos. Por el camino se calculan la energía necesaria para que con la velocidad relativa, el pliegue espacial tenga la…

- Si, si, si… el Salto-, le corté-. Pero, si lo hacemos nosotros, también lo harán las naves de la Federación, ¿no?-. Caras de comprensión surgieron de todos. Una o dos sonrisas afloraron, pero Jolton no dio su brazo a torcer.

- Hay problemas. En los sistemas centrales hay flotas enteras, tienen satélites de defensa y hay estaciones de combate.

- Las flotas casi siempre están atracadas o patrullando por la periferia del sistema. Las estaciones de combate están siempre sobre un planeta o luna y los satélites suelen ser inútiles contra cosas más grandes que un caza ligero a menos que haya unos cuantos.

- Si nos ven venir, y lo verán, podrían saltar antes de que llegásemos hasta ellos y avisar a la flota, que siempre tienen cerca, para que les envíen ayuda.

- ¿Qué pasa si se salta antes de tiempo? -, pregunté sin dirigirme a nadie en particular. Jolton contestó rápidamente.

- Dependiendo de lo cerca del punto de salto que estén y del campo gravitatorio en ese punto, pueden salir a solo unos pocos minutos luz de su punto de destino, aunque lo normal serían varios meses o incluso años luz ¿De verdad no sabe esto?

- Es para refrescarle las ideas a los presentes-, dije-. ¿Algún problema más?

- Está lo de que podamos acercarnos para abordarlos y hacernos con la nave.

- Para eso vamos a Höngo. Podrían tener lo que necesitamos en otros lados, pero allí fijo que conseguimos un transpondedor federal, aunque sea de una nave desguazada-, un rayo de comprensión cruzó las miradas de los asistentes. Podríamos fingir ser una nave federal, aunque fuese una de las antiguas o de las que fueron aniquiladas -. ¿Algún fallo más de mi plan? Venga, no temáis en decir lo que pensáis.

- Capitán-, intervino Taker, el único mercenario de la mesa-. Para tenderles una emboscada, garantizar que no puedan saltar con seguridad y asegurarnos así una posibilidad decente de atrapar a nuestra presa, tendremos que entrar bastante en el sistema. Y aun navegando entre planetas empleamos mucho tiempo. Tengo dos preguntas ¿Cómo encontraremos una nave por la que valga la pena tanto riesgo y esfuerzo? ¿Y cómo saldremos de allí con la seguridad de no perder o dañar la carga? Porque lo más seguro es que aunque engañemos al carguero, no creo que lo logremos con sus flotas militares una vez lo hayamos asaltado y desvalijado.

- Con razón trabajas a comisión, usas los sesos y no solo como adorno-, dije mientras le palmeaba la espalda-. Ya he pensado en eso. Verás solo tenemos que…

***

Hay muchos peligros entre las estrellas. Los piratas son una de ellas. Durante siglos ningún pirata osó adentrarse en el corazón de La Federación, temiendo un gigantesco poder militar y tecnológico que solo podían tratar de imitar burdamente. Las fronteras, sin embargo, sufrían constantes ataques de grandes y pequeñas flotas piratas que sitiaban y saqueaban sus planetas y asaltaban las naves que trataban de huir de ellos. Las flotas fronterizas patrullaban aquel espacio, pero pese a su superioridad, no conseguían repeler todos los ataques con la suficiente velocidad.

Constantemente, se organizaban grandes y pequeñas incursiones en los planetas, bases estelares y minas de las facciones piratas, para así poder reducir y debilitar la determinación de los piratas, el número de tripulantes y su capacidad para producir naves o armas. Y aunque estas incursiones siempre lograban grandes resultados, nunca llegaron a ser suficiente para acabar con el peligro existente.

No obstante, hubo un capitán que atacó y saqueó naves que surcaban el espacio en los sistemas centrales de la federación. Pero no comandaba una flota. Solo mandaba una nave, y no muy grande. Pero con ella hizo una fortuna tal que llegó a eclipsar a la de los Grandes Señores Piratas. Su nave, la “Sombra Reluciente”, entraba en sistemas centrales, periféricos y coloniales por igual y asaltaba únicamente naves mercantes con una valiosa y compacta carga, en zonas que consideraban seguras, a pocos días de sus puertos de origen o de destino, saltando de improviso y sin tan siquiera alejarse del interior del sistema una vez conseguía su botín.

Con ese arriesgado método se cobró muchas naves mercantes y gracias a ello, formó un pequeño imperio más allá de la frontera, financiándolo con las riquezas que robaba en la Federación. Consiguió reunir grandes flotas y ejércitos de mercenarios que lucharon contra sus rivales piratas, y pese a llegar a obtener poder, recursos y territorios suficientes como para alzarse con el título de Gran Señor de la Piratería, nunca pretendió ostentarlo y siempre se declaró como un pirata independiente más.

A pesar de todas sus terribles hazañas, poco se sabe de él. Ni su nombre ni su pasado se han conocido. Solo se conoce a ciencia cierta que, en su nave, labrados en reluciente y brillante metal en el frontal exterior de su casco negro, había un cráneo humano con dos tibias cruzadas debajo y que, tras sus ataques, emitía una rima grotesca y salvaje hasta que llegaba el momento en el que saltaba de improvisto y se perdía la señal en la inmensidad del espacio.

Inara


Llovía. Sé que puede parecer muy tópico, pero llovía. Estaba desnudo, enfrente del enorme ventanal de mi pequeño apartamento de estudiante, contemplando el agua que golpeaba las altas torres de insondable oscuridad que ocupaban aquella ciudad. Solo podía verse algunos brillos opacos en las paredes oscurecidas y una pálida y suave luz que cubría los senderos en el distante suelo. Pero las estrellas brillaban con fuerza, revelando una lechosa franja luminosa que reducía la grandeza de los planetas de la Federación a una nada apenas substancial, perdida en su inmensidad.

- ¿Cuándo podré salir de aquí? -, preguntó con suavidad Inara a mis espaldas. No me giré para mirarla, pero ella continuó -. Además, cada vez estás más tiempo fuera. Y cuando estás aquí, ya casi no me prestas atención. ¿Es que ya no me quieres?

- Iba a ser una sorpresa, pero si no puedes esperar a tu cumpleaños, te diré ahora que te estoy preparando.

Tras un segundo de silencio y mientras me daba la vuelta para mirarla a la cara, Inara respondió con sinceridad y un tono más alegre en la voz.

- No hace falta. Si me estás preparando una sorpresa, no me digas que es. Prefiero descubrirlo a su debido tiempo. Solo espero que sea buena.

- Ya lo verás-, le respondí a los claros y sinceros ojos verdes que me miraban desde el otro lado de la habitación.

A la mañana siguiente, bajé hasta los edificios del campus, dejando a Inara sola en el apartamento. Yo era unos de los pocos estudiantes de Informática y Programación Superior que se molestaban en acudir en persona al campus. Tal vez porque era uno de los más jóvenes de mi clase, o porque no soportaba la constante presión de mis padres, había decidido mudarme a un apartamento cercano a la universidad. Tenía, además, un pequeño trabajo a media jornada en una oficina al lado del propio campus.

Bueno, no era un trabajo como tal, sino que ocupaba el puesto de “Ayudante No Titulado” y solo tenía que echarles una mano a los técnicos de ayuda resolviendo los problemas más comunes y sencillos. Un trabajo fácil, rutinario, aunque durante la mayor parte del tiempo exasperante, y con un sueldo bajo aunque bien recibido. Pero lo que más agradecía era que constara en mi expediente para futuras promociones.

Además entre las clases en la facultad, sus interminables prácticas y ejercicios y las horas de trabajo, tenía que cuidar de Inara. Aunque la había visto crecer conmigo era muy inocente y le costaba asumir que no podía pasar todo el día con ella. Cada vez se estaba volviendo más posesiva y no podía soportar que no estuviese a su lado.

He de reconocer, que el salir de aquel pequeño apartamento y contemplar las maravillas de la ciudad, sumergirme en la vida laboral y académica y charlar con gente en persona, era un agradable cambio dado mi anterior estilo de vida. Pero Inara no lo veía así. Creía que la marginaba o ignoraba.

En realidad era todo lo contrario. La estaba protegiendo. Nadie podía averiguar que existía. Ni siquiera mis compañeros de facultad. La considerarían un peligro potencial. Algo peligroso, que debería ser eliminado a toda costa. Cada noche, al volver al apartamento, rogaba para que no hubiese ninguna patrulla de la policía cerca.

Pero hoy, sin embargo iba exultante con mi regalo para Inara, empaquetado bajo el brazo. Sin duda le gustaría su regalo de cumpleaños. Había trabajado durante más de un mes en poder terminar el programa en mis ratos libres. En la hora de la comida, en la biblioteca de la universidad, en el trabajo…

Por eso cuando llegué a la puerta del apartamento y la vi abierta de par en par, corrí hacia ella para ver qué había pasado, qué había sido de mi amor. En cuanto entré, dos fuertes brazos me agarraron por los brazos y el cuello, aprisionándome contra una pared y arrebatándome de un tirón el fruto de mis esfuerzos.

Le quitaron toda esperanza de vida en el exterior a Inara, que me miraba llorando desconsolada desde la pantalla del ordenador mientras técnicos informáticos de la policía tecleaban en sus consolas e intentaban averiguar sus secretos.

Y mientras los corpulentos policías me sacaban a rastras de mi apartamento, no pude reprimir un lastimoso y lloroso: “Te quiero, Inara”. Y la mirada de desprecio que vi en sus caras fue inapreciable, en comparación con el lastimoso grito de angustia que profirió Inara cuando los técnicos cortaron el cable de alimentación.

Cuando me esposaban y detenían por: “quebrantar la Ley de Restricción de Desarrollo de Inteligencias Artificiales”, pude percibir que la voz de Inara se iba apagando, cada vez más distorsionada e irreconocible, no pudiendo más que llorar. Lloré al recordar los tres maravillosos años que pasé programando, enseñando y amando a mi manera, a Inara.