Nova


Desde su asiento podía ver como el suelo se detenía por completo y, sin apenas percatarse de ello, comprendió que volvía a estar preso de un planeta. En cuanto el acolchado del asiento se retiró liberándolo de nuevo se incorporó, tomó su pequeña bolsa de viaje y se dirigió a la puerta de la cabina.
 Mientas cruzaba la pasarela que unía a aquel reactor con la terminal no pudo evitar contemplar el paisaje durante unos segundos. Un horizonte se extendía frente a él: cercano, bello y mundano. Otro reactor ganaba velocidad en una de las pistas y, durante un breve instante, se alineó entre sus ojos y la estrella amarillenta que iluminaba su planeta natal.
Tras recoger su equipaje traspasó las puertas hasta la sala de llegadas. Como siempre aquella sala rebosaba de felicidad y multitud de personas que esperaban un reencuentro. Sin embargo él era uno de los pocos que no se molestó en buscar, ya que sabía que nadie iría a recibirlo. Pero no le importaba. Esquivó con facilidad las muestras de efusividad ajenas y cruzó las puertas del pequeño aeropuerto.
Sus padres ya no vivían en aquella pequeña ciudad federal y la inmensa mayoría de sus amigos seguían en órbita, sin embargo había algo que lo atraía sin remisión a aquel pozo de gravedad. Desde luego no era la ciudad, que pudo ver de nuevo en la lejanía nada más traspasar las puertas del aeropuerto. El oscuro mar la rodeaba casi por completo con su agitada superficie, los frondosos jardines se extendían por las terrazas de la escarpada península en la que se asentaba y los esplendidos y esbeltos edificios surgían como agujas plateadas hacia el cielo.
Era un paisaje que si bien consideraba hermoso, ya le resultaba extraño y ajeno. Había nacido en aquella ciudad y en ella había pasado la mayor parte de su infancia, pero su hogar durante toda su adolescencia fue la Academia. Aunque le doliese admitirlo, siempre estuvo mucho más cómodo en su pequeño cuarto de la Academia que en la habitación que sus padres siempre tenían preparada para cuando llegase en sus vacaciones.
Pero ahora sus padres no eran lo importante. Una única habitación sin rastro alguno de personalidad lo recibió en silencio mientras se encendían las luces y las ventanas se volvían transparentes, dejando ver el mar y uno de los verdes jardines. Mientras cruzaba la gran sala hasta la enorme cama se dio cuenta de que, aunque era mucho más pequeño que en el que había crecido con sus padres, aquel piso bien podría albergar todas sus pertenencias varias veces y aun así seguir pareciendo vacío.
Sin molestarse en deshacer las maletas se tumbó de un salto sobre la cama y se estiró sobre ella. Miró por la ventana y pensó en llamarla, pero desistió. A esas horas de la mañana seguramente estaría en su facultad y de todas formas ya habían quedado para comer, así que tras unos minutos de relajación, se decidió a aprovechar la mañana.
Siempre la había conocido y siempre habían sido amigos. Sin embargo sentía que el que ella hubiese tenido que quedarse estudiando presa de la gravedad, mientras que él lo hacía flotando libre por los cielos, si bien no había logrado separarlos tampoco los había juntado como le hubiese gustado. Hablaba con ella casi todos los días, la misma frecuencia con la que la veía, pero tan solo podía pasar a su lado y disfrutar de su verdadera compañía durante unas pocas horas cada varios meses.
Ninguna de las chicas que había conocido en órbita había logrado cautivarlo como ella. Ninguno de sus breves ligues de la academia había logrado borrar, o tan siquiera eclipsar levemente, la fascinación que sentía por aquel astro terrenal. Y ahora que había regresado de sus prácticas de la academia por fin sabía cómo encauzar su vida.
Salió del apartamento a media mañana, incapaz de soportar más la espera y vagó por las calles que antes conocía, observándolas con ojos de extraño. Para su sorpresa volvía a encontrarse a gusto notando el familiar olor del mar, con un horizonte a lo lejos. Dirigiéndose hacia el estilizado monolito donde había quedado con ella, repasó mentalmente su planificación para aquella tarde y preocupado, estudió las nubes que poblaban el cielo.
Llegó antes de tiempo, algo inusitado en alguien conocido por su precisión, pero lo más sorprendente fue que ella llegó exactamente a la hora que habían quedado y no bastantes minutos tarde, como solía acostumbrar. Tanto la comida como la tarde que pasaron juntos transcurrieron en un suspiro y para cuando se quisieron dar cuenta, el cielo ya se había oscurecido. Mientras caminaban por el largo paseo marítimo de la ciudad, las estrellas comenzaron a lucir sobre ellos.
Con aparente indiferencia la condujo hasta uno de los parques más resguardados, donde las luces de la ciudad no empañaban el cielo afortunadamente despejado. Las olas chocaban contra las escolleras y el tenue viento bastaba para alzar levemente los holgados pliegues de sus ropas y su larga melena negra, que se empeñaba en ocultar la cara que tanto deseaba contemplar.
Durante largo rato admiraron las estrellas que se alzaban sobre el océano picado. Llamó su atención sobre una de las más apagadas, cuyo uniforme brillo oscilaba bajo las corrientes de la atmosfera de su planeta natal.
Aquella estrella ya no existía; en su lugar ahora solo quedaba una diminuta esfera de hierro solido cuyo interior bullía en el plasma de un profundo océano de neutrones. Giraba tan rápido y su radiación era tan elevada, que hacía brillar con luz propia los gases que había proyectado la explosión de una nova mientras seguían expandiéndose en una brillante esfera multicolor por cientos de petámetros.
Pero aunque él ya había contemplado aquella incipiente nebulosa en persona, ahora solo veía el distante pasado de una estrella a punto de fenecer. La pulsera vibró y supo que había llegado el momento que había calculado con tanto detalle. Se incorporó y ella lo imitó, tal vez intuyendo y anhelando lo que pasaría, pero sin estar preparada para lo que sucedió.
Le regaló el estallido de aquella estrella moribunda, una esfera de luz blanca que se fue adueñando lentamente del cielo nocturno mientras él le confesaba su amor y se fundían en el beso que ambos habían postergado y anhelado por largo tiempo.