La
antorcha ardía frente a él, cegándolo con una luz vacilante y golpeando su
rostro con un calor sofocante mientras descendía por aquella estrecha fisura
hacia las insondables profundidades. Que Pallowen murmurara los Salmos del
Descanso Eterno sin cesar no conseguía tranquilizarlo y esperaba, con su alma
estremecida, que los antepasados y ancestros que moraban en las profundidades
del Paraíso supiesen disculpar aquella intromisión durante el interregno de su
muerte.
Tres
días antes no hubiese sido capaz ni de imaginarse en una situación semejante.
Durante aquella fría noche, una serie de sordos golpes en su puerta lo
despertaron. Mientras bajaba corriendo por las escaleras con un candil en la
mano, los cada vez más fuertes golpes amenazaban con echar la puerta abajo.
En
cuanto hubo abierto la puerta, se quedó petrificado. Un décimo del Hacendado
Herwetz permanecía erguido ante su puerta. Mientras la luz de su antorcha
relucía sobre bruñido peto metálico, permaneció tras el hueco de la puerta y,
sin tratar de entrar, gruño amenazante:
- ¿Eres tú
Pallowen el Yunque, hijo de Delinea de Trel?
- Sí-,
consiguió articular tras unos segundos de tartamudeos inconexos.
Sin
mediar otra palabra lo condujo con firmeza hasta la sucia cocina de la casa.
Detrás de él, sus diez soldados entraron con las manos en las empuñaduras de
sus espadas. Su mujer, que había bajado a ver qué sucedía, no pudo contener un
grito angustiado que rápidamente fue acallado por las fuertes manos de dos los
rudos hombres.
Otro
soldado se encaminó hacia ella, pero un fuerte grito del décimo los detuvo a
todos casi de inmediato. Con un gesto le indicó que bajase y se uniese a su
inmóvil marido, que ya se encontraba rodeado por cuatro de sus hombres.
No
pasó mucho tiempo hasta que una sombría figura traspasase la puerta, haciendo
que los soldados se llevasen rápidamente la mano derecha a la frente y se
inclinaran con reverente temor. Los dueños de la casa tardaron algo más en
realizar el saludo ritual, pero ambos intentaron compensar su dilación con una
mayor profundidad y utilizando ambas manos para la ocultación del saludo. En
cuanto recibieron la bendición del monje, pudieron alzar la mirada, aunque no
lograron ocultar su temor.
Es
imposible, para cualquier hombre normal al menos, contemplar el rostro tatuado
de un monje sin sentir un temor irracional. Las
finísimas líneas plateadas que llenaban su piel parecen cambiar si se
osa posar la vista en ella, formando dibujos y formas que una mente normal no
puede entender.
La
oscura capucha puntiaguda delataba lo que era, aunque gracias a ella conseguía
ocultar la mayor parte de aquellas figuras antinaturales que cubrían su cara.
Sus brazos reposaban cruzados frente a su pecho, ocultos dentro de las
amplísimas mangas cerradas de su grueso y áspero hábito, cuyos raidos bordes
arrastraba por el suelo.
- No somos…-
comenzaron a murmurar el herrero y su esposa, pero el monje los interrumpió de
inmediato.
- ¡Dejadnos
solos! Llevaos a la mujer a la alcoba… e id en busca de sus cuatro hijas-, dijo
el monje con su extraña voz rasposa-. Pero no las mancillareis o tan siquiera
las tocareis. Si algo les sucediera, yo mismo extirparé nuestros bajos instintos
antes de enviaros al Fuego Redentor.
- Como
ordenéis, venerable-, aseveró el décimo mientras su frente se perlaba de sudor.
En
cuanto la mujer y los soldados hubieron subido al piso superior, el monje
separó sus brazos y los utilizó para retirar la capucha de su testa. La pálida
piel de sus manos estaba completamente cubierta por tatuajes de metal. Bellas y
finísimas líneas entrelazadas que recorrían la piel de aquel monje, mostrando
un diseño tan intrincado que apenas podía distinguirse bajo la oscilante luz de
las velas.
La
furibunda mirada del religioso lo fulminó, interrumpiendo la fascinación que
sentía por aquel delicado trabajo. Las líneas de sus tatuajes parecieron
oscilar sobre la piel del monje, blanca como la leche, recalcando la mirada
furibunda que este le dedicó.
- Soy
Trenese, Abad de la Orden Frateca-, sentenció con una fuerte voz, que surgió de
una boca en la que sus finos labios permanecían sellados.
- No soy
digno de estar ante tan ilustrísima presencia, padre-, gimió Pallowen temblando
mientras comenzaba a arrodillarse.
- Incorpórate
y siéntate ante mí. Tenemos asuntos que tratar y no podremos hacerlo contigo
arrodillado en el suelo-, dijo impaciente mientras tomaba asiento en la silla
principal de la mesa.
- ¿Qué
asuntos puede traer a su ilustre persona a mi indigna casa?-, consiguió
preguntar tras un prolongado tartamudeo.
- Tú mera
existencia es lo que me ha atraído, hermano-, dijo tratando de sonar afable. El
abad se inclinó sobre la mesa y mientras sonreía, continuó-. Es posible que
precise hasta la última gota de tu sangre.
Aún
ahora, descendiendo por aquella estrecha grieta húmeda y oscura, seguía
sintiendo un escalofrío al recordar aquellas palabras. Pallowen no era capaz de
entender el porqué lo enviaban solo, porqué no les servía un soldado, un hombre
virtuoso o incluso un beato. Pero el abad le había asegurado que tan sólo él
podría llegar indemne hasta donde aquella cruzada demandaba.
Por
los Ancestros Originales. Una cruzada. Los Potentados le habían impuesto una
cruzada a través de sus cleros y siervos. Siempre los había venerado como una
fórmula útil para tranquilizarse o para evitar que los beatos santurrones de la
aldea no lo denunciaran a los inquisidores por ateísmo.
Pallowen
ni sabía ni le importaba demasiado lo que le aguardaría en las profundidades
del Paraíso tras su muerte. Aunque sin duda, ninguna persona desearía en modo
alguno el tener que soportar el tormento de la purificación en vida, que una
vista con los inquisidores garantizaría con toda seguridad.
Abandonado
a aquellos pensamientos, llegó finalmente al final de la estrecha grieta por la
que llevaba horas descendiendo y se encontró en una gigantesca caverna que lo
sobrecogió. No por la belleza increíble de las columnas resplandecientes o por
los fugaces destellos que emitían las rocas de la cúpula, sino por las
imponentes ruinas que se extendían por las profundidades de la creación.
Con
profundo y reverendo temor, caminó entre edificios ruinosos mientras cantaba a
pleno pulmón todos los Salmos que conocía. Pero pese a sus esfuerzos, no conseguía
tranquilizarse. Tras horas de difícil camino, su voz se quebró, acabando por
acallarse y sucumbiendo ante el silencio que flotaba en aquel lugar.
Mientras
avanzaba, mancillando con sus huellas la polvorienta superficie de aquel lugar,
recordó el silencio que se había asentado a su vez entre el abad y él hacía tan
solo unos días. Durante varios minutos se habían contemplado en silencio,
dejando que las llamas de las velas oscilaran haciendo relucir levemente los
tatuajes del monje. Tras aquella prolongada pausa, que a Pallowen le había
parecido eterna, el abad extendió una de sus manos sobre la mesa y cuando la
retiró, un pequeño anillo reposaba sobre la mesa.
- Esta es la
Llave-, sentenció seguro-. Es un antiquísimo objeto sagrado que espero que
sepas tratar con la debida deferencia.
- Es una
bella joya, venerable-, mintió Pallowen. Aquella pieza resultaba decepcionante,
incluso como adorno de un campesino. El trabajo de engastado era bueno, pero su
plata estaba tan picada y apagada que bien podría ser cualquier otro metal. Lo
único que podría merecer algo de atención en el anillo era la pequeña esfera de
oscura piedra azul-. Pero, si disculpa mi profunda ignorancia, ilustrísima…
¿Cómo o qué abrirá?
- Hermano,
ese es uno de los misterios de los objetos sagrados. Requieren de la fe para
que operen como ordenan los Potentados-, dijo poniéndose en pie-. Si tienes fe,
sabrás cuando y como utilizar esta Llave. Cógela.
Pallowen
estaba aterrado. En su fuero interno sabía perfectamente que no destacaba por
su fe en los Potentados. Pero pese a ello, la joya había respondido. En cuanto
la piedra engastada tocó su piel, comenzó a brillar con un fuerte tono azul
celeste que iluminó toda la habitación. Asustado, la dejó rápidamente en la
mesa y aquel brillo desapareció tan repentinamente como había comenzado.
Tras
aquello no tuvo elección. No la había tenido nunca, en realidad. Apenas tuvo
tiempo de despedirse de su mujer e hijas antes de que los soldados lo
arrastrasen fuera de su hogar, obligándole a embarcarse en una cruzada que jamás
había buscado o deseado.
El
abad y los soldados lo acompañaron durante todo el camino hasta la capilla,
durante el cual tuvo que escuchar las constantes narraciones de los antiguos
escritos sagrados, que el abad parecía saberse de memoria. Durante los días de
viaje, el mejor herrero de la región se vio reducido al papel de torpe
estudiante, obligado a escuchar y memorizar desde relatos que se narraban a
diario en cualquier templo hasta oscuros versos cuya existencia había ignorado
hasta la fecha.
Para
cuando la comitiva hubo llegado hasta la pequeña capilla, ya habían
transcurrido varias jornadas y el sol no tardaría en ocultarse de nuevo tras el
horizonte. Las viejas estatuas que rodeaban aquel templo aislado se encontraban
en un estado deplorable y los recibieron indiferentes mientras pasaban entre
ellas. Todas estaban peligrosamente inclinadas, desconchadas, rotas o
sencillamente hechas pedazos, pero ninguna se salvaba de haber sido cubierta
con el resistente musgo de la montaña.
Excepto
una. Aquella estatua, de una piedra tan blanca que parecía resplandecer bajo la
mortecina luz del anochecer, no tenía ni una mancha o desperfecto. Era de un
hombre mayor, ataviado con la armadura de guerra de los Potentados Ancestrales.
No obstante, aunque nunca había visto aquella cara en las manifestaciones ni
las ceremonias religiosas, si la había visto con anterioridad. De hecho le
resultaba muy familiar y podía verla de cuando en cuando, porque aquella cara,
aunque marcada por la edad, bien podría ser la suya.
A
la mañana siguiente, el abad había realizado una breve ceremonia de protección
y bendición ante el altar de aquella capilla. Tras haber finalizado el
servicio, y antes de entregarle el petate con las provisiones para su viaje, le
dijo con solemnidad:
- Nosotros no
podemos continuar. Los ancestros acabarían con nosotros en el acto. Solo tú,
nuestro cruzado, puedes encaminarte hasta las puertas del Paraíso y del Reino
de los Muertos con alguna posibilidad de regresar. Ten cuidado, pues aunque los
ancestros te permitirán pasar, no lo harán con gusto. Te hablarán en idiomas
arcaicos que no comprenderás. Te mostrarán imágenes, tanto placenteras como
terribles y tenebrosas, pero no temas, no pueden afectarte, así como tú no
tampoco puedes afectarlos a ellos. Obtén la reliquia y vuelve sin demorarte
para que pueda ser purificada-, dijo con serenidad. Tras unos segundos de
silencio, prosiguió alzando sus brazos-. Que la bendición de los Potentados te
acompañe y te guarde.
- Por Su
Graciosa Intervención vivimos y prosperamos-, respondió Pallowen antes de
alejarse de la luz y adentrarse hacia las profundidades de la montaña.
Muchas
horas después, y tras caminar hasta casi la extenuación entre aquellos
escombros, se detuvo a descansar en un lugar que consideró seguro. Recostado
contra aquella gigantesca columna de piedra, comió y bebió intranquilo. No
soportaba la sórdida quietud que emanaba de cada rincón de las ruinas.
Mientras
comía y dejaba que sus pies se recuperasen de la prolongada bajada, se sacó el
pequeño saco de cuero que colgaba de su cuello y retiró el anillo que el abad
le había entregado. Como en las otras ocasiones se iluminó de nuevo en cuanto
la piedra tocó su piel, tiñéndolo todo con su luz celeste.
Por
el rabillo del ojo localizó un lejano resplandor, que había surgido casi al
tiempo que Pallowen se había puesto la joya. En la remota profundidad de la
caverna un aura de luz, se reflejaba centelleando en las columnas y el techo,
indicándole de modo obvio y efectivo, el fantasmal lugar que tenía que
alcanzar.
Tras
un profundo suspiro de resignación, Pallowen terminó con lo que quedaba de la
fría y gruesa torta, empujándola en su boca con ambos dedos. Una vez se la hubo
metido en la boca, se incorporó y continuó el camino mientras aún masticaba.
Sabía que si se paraba a pensar en ello, su cuerpo se negaría a moverse.
Avanzó
durante horas, deteniéndose de vez en cuando durante unos minutos antes de
volver a dirigirse de nuevo hacia el resplandor azul, cada vez más cercano.
Comenzaba a percibir tenues murmullos conforme se acercaba a su destino, pero
no sabía si era su imaginación o los ecos del más allá, que conseguían
filtrarse hasta el interior de aquella caverna desde las profundidades aún
mayores del Paraiso.
El
resplandor azulado surgía del interior de uno de los pocos edificios que no se
habían sucumbido al paso del tiempo pasado en las profundidades. No solo seguía
en pie, sino que sus solidas paredes de roca blanca no mostraban un desconchón
o grieta, pese a que todos los que habían ocupado sus alrededores hacía tiempo
que se habían transformado en montones de escombros.
Pallowen
se detuvo frente a las puertas derrumbadas. Ya no le quedaban dudas, escuchaba
palabras inteligibles, risas de mujeres, hombres hablando y otros ruidos que no
era capaz de identificar. Le costaba decidirse a pasar y descubrió, muy a su
pesar, que su cuerpo no le respondía. No cesaba de temblar y estremecerse, su
abundante bello estaba erizado y sus dientes castañeteaban con un constante
repicar sordo.
Se
había paralizado y lo sabía, pero no podía permitirse el quedarse allí parado
indefinidamente. El repentino recuerdo de su mujer e hijas, así como las
veladas amenazas que el Abad había formulado durante días, volvieron a su mente
armándolo de valor. Inspirando con fuerza, afrontó su temor y los murmullos
fantasmales que se interponían en su camino y decidido, traspasó el vano de
aquella puerta.
Ya
en la primera sala los fantasmas de aquellas ruinas lo recibieron con total
indiferencia. Figuras traslúcidas lo ignoraron por completo, agolpándose
mientras murmuraban apesadumbradas en un
idioma que a Pallowen apenas reconocía. Tampoco parecía preocuparle los
escombros que estaban dispersos por el interior de la sala, ya que los atravesaban
como si no existieran.
Un
hormigueo apareció repentinamente en su costado y horrorizado comprobó como una
hermosa mujer había introducido accidentalmente uno de sus brazos en el
interior de su cuerpo mientras hablaba despreocupada con otro espíritu.
Pallowen aterrado se lanzó contra una de las paredes y allí trató de pensar,
calmarse y evitar que el pánico se apropiara de él.
Tardó
bastante, pero finalmente se dio cuenta que aquellos seres hablaban en Lashés
Puro. Aquella antigua lengua solo podía ser utilizada por los nobles, pero su
madre la conocía y se la había enseñado en secreto cuando no era más que un
niño. Pallowen siempre se había preguntado el por qué una humilde costurera
conocía aquella lengua, pero ahora resultaba dolorosamente obvio.
Observó
con cuidado buscando cualquier indicio que le indicase la posición de la
reliquia, pero desde aquella esquina no podía distinguir gran cosa. De repente,
un profundo silencio se extendió entre aquellos espectros cuando un grupo de lo
que sin duda alguna eran soldados bellamente engalanados, se materializó en el
dintel exterior que había cruzado hacía unos pocos minutos. Cada uno de ellos
ayudaba a portar orgulloso, con un brazo extendido en alto y el otro marcando
el lento paso marcial, una sencilla camilla dorada donde reposaban los despojos
mortales de un general de la antigüedad.
Entonces
la vio. La reliquia que buscaba reposaba sobre el pecho de aquel cadáver
traslúcido. Tal y como la había descrito el Abad, una piedra transparente y
centelleante de cuatro puntas sobre una joya de extraño metal, cuya imagen
ahora se alejaba sobre los brazos de aquellos orgullosos soldados, rumbo a la
profundidad de aquel viejo monumento.
Trató
de seguirlos, recordándose una y otra vez que nada podían hacerle, pero no fue
capaz de adentrarse entre la multitud. El desagradable hormigueo que sentía
cuando trataba de atravesar a los fantasmas le impedía avanzar y siempre lo
echaba atrás.
Cuando
la comitiva que portaba el cadáver atravesó una de las puertas ahora cerradas
como si estuviesen abiertas de par en par, la multitud de espectros se disolvió
progresivamente en la nada. Pallowen se quedó solo y por primera vez pudo ver
las ruinas desnudas que lo rodeaban, ahora únicamente iluminadas por la luz
azul de la reliquia que portaba en su dedo.
- Por fin has
llegado. Te percibo desde que entraste en la caverna.-, resonó desde todos
lados una voz firme. Hablaba en Lashés Puro, de modo que a Pallowen le costó
responder, aunque tras varios intentos consiguió expresarse en aquella antigua
forma del idioma.
- ¿Quién va?
-, casi gritó con voz trémula-.
¡Muéstrate!
- Tranquilo,
no tienes que temer. Nada puedo hacerte salvo, quizás, responder tus preguntas.
Una
figura espectral apareció en uno de los antiguos pedestales, moviéndose apenas,
miró directamente a Pallowen a los ojos, pareciendo examinar el interior de su
alma.
- ¿Reconoces
esta imagen?-, preguntó con una voz que surgía de todos lados, no de los
inmóviles labios de aquella figura.
- Si… es al que portaban los soldados antes-,
respondió intentando contener el tartamudeo de su voz- ¿Eres tú?
- Soy todo lo
que queda de su ser en este mundo. Pero solo soy una parte insignificante-,
resonó la voz por doquier al tiempo que la figura se inclinaba en una leve
reverencia-. Y tú has de ser un descendiente directo de ese hombre, puesto que
solo uno de ellos podría haber traspasado indemne las lindes de esta caverna.
¿Qué te ha traído a la cripta de tu ancestro?
- Mi nombre
es Pallowen y vengo en busca de un objeto sagrado que ha sido corrompido-, dijo
con sinceridad. El abad le había ordenado que no respondiera, pero algo le
decía que sería mejor no ignorar a aquel ancestro errante-. El Abad Trenese me
ha enviado a por ella para que pueda ser purificarla.
- Aquí no hay
objetos sagrados, y desde luego nada ha sido corrompido, Pallowen, descendiente
de Miwel-, dijo. La cara de aquella representación seguía rígida y orgullosa
tal y como la de la su estatua del exterior, pero la voz sonaba como si
contuviese la risa-. No obstante, si has llegado hasta aquí, eres el heredero
legítimo de todo lo que aquí encuentres.
- Busco la
joya que reposaba sobre su pecho. La piedra reluciente de cuatro puntas que El
Único Dios Verdadero le entregó por su valor. La reliquia gracias a la cual fue
capaz de derrotar a los Demonios sin alma que los Celestes enviaron contra
nosotros-, rememoró con una súbita arrogancia, alimentada por el valor que
aquellas palabras le habían insuflado-. ¿Dónde se encuentra?
- La joya de
cuatro puntas a la que te refieres es la Estrella de la Federación Invicta, que
reposa en las profundidades de la Cripta, sobre los restos de aquel al que se
la otorgaron por sus desmedidos esfuerzos-, dijo la voz con seriedad. La figura
transparente mostraba ahora sobre su pecho una versión fantasmal de la
reliquia, que pese a la curiosidad que sentía, Pallowen no se atrevió a
examinar de cerca-. Pero mucho me temo que lo que has dicho no se ajusta a la
verdad.
- ¡Esa es la
reliquia que necesito y que está corrupta! ¡No oses difamar las enseñanzas del
Libro del Éxodo!
- No sé lo
que está escrito en dicho libro. Es posterior a mí. Sin embargo si sé lo que
pasó durante la vida de Miwel, puesto que tengo sus recuerdos almacenados. Si
lo deseas, puedo mostrártelos y enseñarte cómo, quién y por qué le entregó lo
que tu llamas “reliquia corrupta”.
Sin
esperar el consentimiento de Pallowen, la sala recuperó la belleza de antaño
iluminándose con un esplendor fantasmal que apenas dejaba entrever a través de
sus brillos, la fría decadencia de sus ruinas. Ya no estaba vacía y cientos de
personas se agolpaban con ropajes elegantes, pero de aspecto algo gastado, y
múltiples joyas de tosca confección.
Mientras
aquel herrero convertido en cruzado avanzaba intentando evitar tocar los
espectros que poblaban ahora aquella sala, casualmente logró ver en un lugar de
honor a un Miwel anciano, pero aún así vigoroso y a muchos de los Potentados
Ancestrales, tal y como se mostraban en las imágenes y esculturas de los
templos.
Pero
lo que llamó poderosamente su atención fue la presencia de diez altivos seres
en un lugar de honor junto a los Potentados. De extraña apariencia, sin tratar
de ocultar sus elegantes, extraños y evidentemente nuevos ropajes, destacaban
como lo que en verdad eran: Celestes.
- La Estrella
le fue otorgada a Miwel cuando este ya estaba en Lasha, varios años después de
que la guerra contra los Demonios Desalmados hubiese llegado a su fin-, narraba
el fantasma solo para los oídos de Pallowen-. Se la entregaron los gobernantes
de la Federación, a los que tú llamas Celestes, por ayudarlos a derrotar a un
enemigo común desatado imprudentemente por algunos Potentados décadas antes.
- ¡Blasfemo!-,
gritó con una profunda ira incontenible. No era muy religioso, pero aquella voz
atacaba sin piedad todo lo que creía conocer. Las visiones que le mostraba
apoyaban sus declaraciones, deshaciendo sus convicciones y lo que le habían
enseñado desde niño como si no fuesen más que nubes en un día de verano-. ¡No
es más que una mentira! Los Benditos Potentados jamás harían tal cosa.
- Estás
viendo lo que sucedió. Tal y como pasó-, dijo la voz escuetamente mientras la
ceremonia comenzaba-. Si no crees lo que ven tus ojos, no es mi problema.
Durante
varias horas, aquel fantasma del pasado obligó a Pallowen a contemplar la
aburrida ceremonia y el baile posterior. Ver comer, beber y bailar a aquellos
seres, muertos hacía tanto tiempo, le hizo rugir las tripas y molesto, sacó una
torta de viaje que comenzó a masticar mientras los fantasmas lo traspasaban de
cuando en cuando, causándole el inquietante cosquilleo cuando lo hacían.
Vio
una y otra vez, con profundo dolor en su alma, como Miwel, los Potentados y los
Celestes hablaban y reían juntos. Vio como la célebre, virtuosa e inconfundible
Letto, potentada de las doncellas puras y a cuyo sacerdocio había prometido a
una de sus hijas, bailaba coqueteando con descaro con uno de los atractivos
celestes. Finalmente también vio con pesar como dos de aquellos celestes, de
evidente aspecto marcial y que portaban sobre sus pechos Estrellas idénticas a
la de Miwel, hablaban y reían con este como si fuesen viejos camaradas de
armas.
- ¿Por qué me
has mostrado eso, Espectro?-, preguntó abatido Pallowen en cuanto la fiesta
hubo llegado a su fin y los ecos de esta se disiparon en la oscuridad de la
caverna.
- Porque si
quieres obtener la Estrella, tienes que conocer la historia que hay tras ella.
- No me has
mostrado su historia. ¡Me has mostrado una mentira!-, gritó furioso mientras
trataba de permanecer cuerdo ante aquel ataque a las enseñanzas de los
religiosos-. Si quieres que te crea muéstrame como luchó contra los demonios.
Muéstrame cómo, si no fue gracias a una reliquia sagrada, venció a los
Monstruos sin Alma que amenazaron a todos los hombres de la Existencia.
- No los
venció solo, de eso no hay duda alguna-, dijo sin aparentar enfado alguno-.
Comandó a millones de soldados, que dieron sus vidas con arrojo.
- ¿Entonces
él no luchó?-, preguntó con una súbita decepción que no pudo ocultar-. ¿Fue
como uno de los hacendados? ¿Un cobarde que se escudaba tras una montaña de
soldados?
- Si qué
luchó, pero no ganó la Estrella por luchar con sus manos y ver morir a…
- Entonces
muéstrame cuando luchó contra ellos ¡Necesito verlo!-, insistió tercamente
Pallowen.
La
voz accedió y tras guiarlo por muchos pasillos hasta una sala en las
profundidades del edificio, le mostró los recuerdos de su vieja vida. Pallowen
vio a un Miwel que no tendría más de quince años, igual que los compañeros con
los que avanzaba.
Todos caminaban nerviosos. Miwel murmuraba una
oración que su descendiente no fue capaz de comprender. Otro manoseaba compulsivamente
un pequeño y tosco rosario que tenía atado en torno a su muñeca. Otro temblaba
en silencio mientras las lágrimas se deslizaban incontenibles por su mejilla
aún imberbe. No cabía duda alguna. Aquellos chicos se dirigían a la batalla y
estaban aterrados.
Durante
horas Pallowen no pudo sino contemplar, con estremecida fascinación, el horror
más puro y descarnado. Nada le ahorró el espectro de Miwel de sus memorias,
recreando para él un infierno tras otro, rememorando imágenes de batallas que
habían sucedido hacía más un milenio. Pallowen vio como sus ancestros se
enfrentaban juntos a los demonios y escuchó, aunque pocas veces entendía la
totalidad de las palabras, como maldecían las “aberrantes máquinas heréticas”
que habían creado.
Monstruos
de pesadilla surgían sin previo aviso ante sus ojos, sin poder alcanzarle era
cierto, lo cual no evitó que temblase de miedo y llorase de pavor. Sin embargo,
por mucho que le aterraran, no podía dejar de mirar aquellas extrañas y heroicas
gestas contra los demonios.
Vio
esqueletos de reluciente metal, horribles bestias con infinidad de patas que se
movían por pura hechicería demoniaca. Nubes de tormenta se cernían sobre
barrizales y cenagales, asfixiando, quemando o derritiendo la carne de los
desdichados hombres con los que se topaban en su camino. Bolas de fuego y de
luz aparecían sin cesar por doquier mientras los hombres luchaban en colosales
murallas, más altas que cualquier montaña que aquel herrero hubiese visto en su
vida.
Fascinado,
Pallowen contempló desde la perspectiva de su ancestro, como un día todo el
horizonte pareció convertirse en luz, el mismo día en el que gigantescas
armaduras negras descendieron de los cielos para perseguir a los demonios,
aniquilándolos sin piedad alguna. Una de aquellas se posó frente a Miwel y tras
unos segundos, un celeste de aspecto rudo surgió de su interior para estrechar
la mano del ancestro de Pallowen.
Durante
días seguidos observó con fascinación como Miwel seguían luchando, ora en las
murallas, ora frente a ellas, o incluso en el infinito páramo que se extendía
más allá de ellas, llevando la destrucción a los demonios. Pallowen luchó por
permanecer despierto mientras observaba como el tiempo de su ancestro
transcurría como en un suspiro. Contemplaba como aparecían cada vez más arrugas
en el rostro de Miwel, como enormes heridas de combate cicatrizaban y el
abundante pelo negro se convertía en un ralo cepillo blanco como la nieve.
El
descendiente de semejante hombre contempló, con cierta tristeza, como del grupo
original ya solo quedaba Miwel y como este huyó a un lugar del que volvió
convertido en oficial. Volvió cambiado y comandó con habilidad, primero a unos
cientos y más tarde a decenas de miles de muchachos, sin que el más mínimo
atisbo de duda cruzara su rostro al mandarlos a afrontar muertes casi seguras.
Tras
muchas jornadas sin apenas salir de la sala, le mostró lo que no podía ser sino
el final de la guerra. De pie junto a su ancestro, Pallowen contempló como la
luz del día estallaba bajo las rocas de las montañas, antes de que una ola de
tierra y escombros se alzase hasta el cielo. Poco después, los ahora ejércitos
de Miwel, entraron inmisericordes en el mismísimo hogar de los Demonios.
Entre
aquellas imágenes veía a potentados y celestes, luchando unidos, curando a los
hombres… derramando la sangre que, tal y como pudo ver Pallowen, era tan roja
como la suya.
Pallowen
no era un estúpido. Aquellas imágenes y las conversaciones que contenían no
tenían resquicio alguno. No como las historias de los monjes, llenas de
paradojas, parábolas y ejemplos estériles y contradictorios. Estaba seguro que
lo que aquella voz surgida de la nada no le mentía y solo le mostraba una
verdad objetiva y descarnada.
Tras
haber contemplado las memorias de su ancestro, Pallowen caminó hasta la cripta,
donde encontró su tumba. Retiró con un enorme esfuerzo la tapa labrada de
piedra blanca y contempló el esqueleto de Miwel, que lo observaba ataviado con
los ahora deshilachados ropajes que había visto en las imágenes de su entierro.
Sobre
su pecho, brillando con la misma luz azulada que salía de la Llave que el Abad
le había entregado, relucía y destellaba la Estrella. El espectro de su
antepasado aseguraba que no era más que una joya valiosa, pero tras contemplado
los horrores a los que se había enfrentado su dueño original, Pallowen la
consideraba algo sagrado. Incluso más que antes.
Contempló
la joya sin atreverse a tocarla. En el centro de una placa de un extraño metal
se hallaba bellamente engastada una gloriosa piedra preciosa, de dos pulgadas
de lado, perfectamente transparente y que albergaba una esfera de luz azul y
verde. En esa esfera, lo que era evidentemente un mapa, relucía entre los
cuadrados que cubrían la superficie de
aquel orbe.
Sabía
que no podía entregarle la Estrella al Abad, ya que en cuanto la tuviese en su
poder haría todo lo posible por destruirla. Pero ahora que sabía que la
supuesta corrupción no era más que la simple verdad. Una verdad que toda su
vida había supuesto y cuya confirmación amenazaba a su mujer, hijas y a sí
mismo. La verdad de que los potentados no eran más que hombres y no poderosos
seres enviados por el Único Dios Verdadero.
- No puedo
volver con el Abad-, dijo Pallowen tras un buen rato-. Tiene que haber otras
salidas ¿No es cierto, Honorable Antepasado?
- No sé si
seguirán accesibles, pero originalmente había veinticuatro accesos a esta
ciudad desde la superficie-, le respondió la voz de ultratumba de su ancestro.
Pallowen
se encaminaba de nuevo hacia la caverna, tras dejar la tumba sellada de nuevo y
la Estrella de la Federación reposando intacta sobre el pecho inerte de su
legítimo dueño. Antes de poner un pié fuera de aquel edificio blanco, agachó la
cabeza con toda la ceremonia de la que fue capaz y se despidió de aquella voz
que tanto le había enseñado.
- Ha sido un
honor compartir los recuerdos que almacena la Estrella-, respondió la voz de
Miwell, que resonó con fuerza en la lujosa entrada. Esta se llenó de nuevo con
una gran multitud de espectros, que esta vez lo miraron expectantes unos
segundos antes de inclinarse con reverencia y desvanecerse en silencio.
Lo
que días antes le habían parecido ruinas deprimentes y lúgubres ahora aparecían
ante sus ojos iluminadas por la sempiterna luz celeste de su anillo,
mostrándole una belleza ancestral que antes no había sido capaz de apreciar.
El
ascenso por la nueva gruta fue complicada, teniendo que luchar de cuando en
cuando, contra la errática corriente de uno de los riachuelos. Pero aquella
dificultad lo animaba, pues sabía bien que el agua tenía que venir de algún
sitio. Cuando finalmente surgió de las profundidades de la tierra, lo primero
que vio fue la Lucerna reluciendo inmóvil sobre las lejanas montañas, y lo
segundo el extraño grupo que surgió de la nada cerrándole el paso.
Pallowen
se encaminó de inmediato hacia la gruta pero dos hombres se interponían ya en
su camino. Ataviados con extrañas armaduras y objetos que únicamente podían ser
armas, parecían haber surgido de la nada y bloqueaban el camino por donde había
pasado unos pocos segundos antes. Aterrado tuvo que seguirlos sin oponer
resistencia y no pasó mucho hasta que llegaron a lo que, sin duda alguna, era
una de las abominaciones con la que los Celestes descendían de los cielos.
Sin
darse cuenta comenzó a murmurar por lo bajo uno de los salmos de protección,
pero no consiguió llegar ni a la mitad del primer verso. Lo sabía vacío, falso
e insustancial, carente de toda utilidad. Un celeste, ataviado con elegantes,
aunque extraños ropajes, surgió del interior de aquel alargado objeto y de
inmediato lo saludó amigablemente y con corrección, tratándolo como si ambos
fuesen iguales.
- Espero que
mi escolta no te haya asustado-, dijo despreocupadamente en un perfecto Lashés
sin acento alguno.
Pero
antes de que pudiese continuar, Pallowen consiguió superar la impresión inicia,
arrojándose sobre la hierba y la tierra del prado. Arrodillándose ante ellos y
humillándose mientras su frente y su pelo se manchaban con el barro húmedo, les
rogó a aquellos seres humanos tan poderosos que rescatasen a su familia, que se
encontraba retenida y amenazada por la guardia del hacendado.
El
celeste lo miró dubitativo, cerró los ojos durante unos segundos, como si
meditase, y en cuanto los abrió, una fugaz sonrisa cruzó sus labios antes de
aceptar.