Un Mar de Arena Negra


- Aquí bodega. Carga asegurada-, dijo la mecánica de pelo castaño mientras pasaba flotando sobre mi hombro.

Menuda manera de referirse a los veintidós soldados que íbamos en aquella pequeña lanzadera. Y aunque era cierto que también llevábamos bastante equipo y suministros, dudaba que se refiriera a eso. Éramos los soldados los que luchamos y ganamos las verdaderas batallas, pero para la Flota generalmente solo somos eso. Carga.

Nunca me había gustado la ingravidez. El vacío en el estomago que hace que la comida pugne por salir por donde no debe, el no apoyar ningún peso en las piernas y el no tener un suelo claro ni definido, me hace sentir perdida y desorientada, lo que me incomodaba en exceso. Las compuertas de la lanzadera se cerraron y una tenue luz roja que irradiaba desde las esquinas y bordes de las paredes comenzó a brillar por toda la bodega.

Repentinamente la pequeña nave de asalto se estremeció con un fuerte ruido metálico y notamos como se movía en su constante caída libre. No podía mover las piernas o la cabeza, aunque llevaba los brazos libres los tenía colocados sobre el pecho según las normas de despliegue. Pese a todo, podía entrever delante de mí y semioculta tras su soporte, una armadura de combate que apenas me llegaría al hombro y me maldije por mi poca memoria.

Decir que en la lanzadera estábamos veintidós soldados no era del todo correcto, en lugar de Emil, nos habían endosado a aquél plumilla inútil. Un patético e inservible periodista con apenas el curso de entrenamiento básico para auxiliares civiles. Cualquier ignis de doce años podría hacerlo mejor que él, y para mayor escarnio del resto de escuadras, Emil era buen tirador y podías confiar en que te cubriera. Ahora, en lugar de un arma cubriéndonos, tendríamos a Kopa encogido tras un risco mientras se cagaba de miedo en su nuevo y flamante traje de combate.

- Ingreso en quince minutos-, sonó en nuestros cascos tras un rato en relativo silencio.

Por lo menos Boil si estaba a mi lado, listo para luchar espalda contra espalda si fuese preciso. Su armadura colgaba a mi derecha y dentro de ella, mi querido rubiales. Los últimos días no habíamos podido quedarnos a solas, pero eso ya no importaba. Lo único que podíamos permitirnos tener en la cabeza era la misión.

Hice lo que siempre hacía en las prácticas. Vacié mi mente de todo pensamiento y respiré profunda y quedamente. No era más que un entrenamiento, solo un entrenamiento de descenso y combate. Tardé en conseguirlo en aquellas agitadas condiciones, pero durante unos pocos instantes permanecí con la mente despejada y fui una con la nada que nos rodeaba.

- Choque atmosférico en sesenta segundos -, dijo el piloto. No podía creerme que ya hubiesen pasado los catorce minutos.

- ¡Gloria Eterna a La Federación!-, gritó alguien.

- ¡¡Y Honor a Sus Soldados!!- respondimos al unísono.

***

Las brillantes luces blancas se encendieron en el barracón y “En Marcha Soldados” comenzó a sonar por toda la estrecha sala metálica. Llevábamos dos meses en el Argo Isol, un crucero rápido de la 15ª Flota Móvil, moviéndonos entre sistemas Periféricos en un turno de patrulla que se nos había antojado eterno. Pero ya no. Hacía ya diez días que tres cruceros, entre ellos el nuestro, se habían adelantado al resto de la Flota y saltado varias veces entre las estrellas.

Cuando, justo después de haber saltado por primera vez, nos comunicaron las órdenes el tedio se acabó. Desde hacía un par de meses, en el segundo planeta del sistema Ceti, se venían produciendo revueltas esporádicas de mineros en varias ciudades. Pero en la última semana se inflamaron y extendieron por todo el planeta con una velocidad pasmosa, tomando por sorpresa a la policía y sobrepasando a la guarnición militar del lugar, a la que no habían dejado intervenir hasta que fue demasiado tarde.

Formábamos parte del grupo avanzado del despliegue. Nuestra misión principal era el reconocimiento de una zona de importancia estratégica primaria llamada Gargantas del Aliento. Allí se acumulaba más de la mitad de la reserva de agua del planeta y donde se renovaba la mayor parte del aire del mismo. En la superficie, era un laberinto de riscos, cañones y altos desfiladeros, que solo eran el acceso a un sistema de grutas e inmensas cavernas naturales.

Para complicar más las cosas Seydlitz, la principal ciudad del planeta se erigía como un verdadero bastión contra las altas y escarpadas montañas negras de las Gargantas. En torno a ella, gigantescas y gruesas murallas de una piedra local extraordinariamente dura se utilizaban como protección contra las tormentas de arena que azotaban el planeta constantemente, pero igualmente podrían servirles a los mineros de parapeto para cualquiera de las armas que llevaríamos.

Pero en semejante situación y tan cerca de una ciudad, no nos preocupaba que no contásemos con apoyo aéreo ni de ningún tipo. Tampoco nos preocupaba demasiado que, al ser Seydlitz una de las ciudades donde la rebelión había sido más fuerte, la zona estaría plagada de soldados enemigos y constantes patrullas hostiles. No, lo que más nos preocupaba era Anton Kopa.

Aquel maldito periodista seguía a nuestra unidad a todos lados desde que el comandante Portgas nos lo asignara, lo que nos obligaba a dejar a un miembro de la escuadra en el Argo Isol. Para que este pudiese bajar y poder presumir ante los civiles de haber estado en territorio hostil y con las, sin duda, valerosas tropas que lograron terminar ellas solas con la peligrosa situación, Emil se tendría que quedar a bordo.

Un planeta minero de un sistema periférico, territorio hostil. Menuda estupidez. Era cierto que estaba en medio de una densa nebulosa, casi opaca, pero pese a todo eso, era posible que en unas cuantas décadas, pudiesen cumplir con los requisitos para poder convertirse en un sistema central. Ceti2 apenas llegaba a los cuatro millones de habitantes, pero en el resto del sistema más de novecientos millones vivían sus vidas, probablemente más cómodas y seguras que los mineros de aquel planeta esencial y estratégico.

Cuando vimos a Kopa por primera vez, ya sabíamos que uno de nosotros se perdería las primeras misiones. Nos lo habían comunicado al poco tiempo de saltar por primera vez y, cuando vino a presentarse aún no sabíamos quien se quedaría a bordo del crucero. Estábamos en una de las salas de reuniones, un auditorio con las paredes y techo gris mate, con fotos y diagramas que cambiaban cada pocos minutos pegados a todos los mamparos y una maqueta detallada de la ciudad y la Garganta del Aliento flotando en medio del estrado brillando con fuertes colores que resaltaban la escarpada topografía.

- Buenos días, soy Anton Kopa, de la Agencia FedNet. ¿Es esta la escuadra 214ª? Me dijeron… -, no acabó la frase. Nuestras gélidas miradas se alzaron de la maqueta y le fusilaron, mientras lo analizábamos de pies a cabeza.

Tenía el pelo castaño rojizo, atado en dos complicadas trenzas por los hombros y otra que le bajaba por la espalda. Era bastante delgado y, por su postura y el cómo sostenía una mochila, se podía calcular su escasa fuerza. La piel de su cara era bastante oscura, llevaba una pequeña perilla y su uniforme limpio, sin galones ni rango, solo contaba con la enseña de los periodistas en el dorso. Tardó poco en comenzar a temblar bajo el peso de nuestras miradas.

- Me… me dijeron que me estarían esperando en esta sala de instrucción… -dijo finalmente mientras el sudor le perlaba la cara-. Pensé que sería mejor presentarme antes del despliegue.

- ¡Firmes! -, sonó a sus espaldas. Era el sargento Trevin-. Este periodista queda asignado a vuestra escuadra. Todos sois responsables de su vida. Tiene que regresar vivo y de una pieza. ¿Me entendéis?

- ¡Sí, señor!-, gritamos todos. Sabía que a ninguno nos gustaba la idea de tener que jugarnos el tipo por un peso muerto. Pero las órdenes hay que cumplirlas sin falta.

Empezamos a salir de la sala y al cruzarnos con él, fuimos estrechándole la mano y saludándolo con frialdad. Cuando finalmente mi mano tocó la suya, la antes bronceada cara estaba tan pálida que parecía que nunca había visto el sol.

***

El estrecho habitáculo de la lanzadera comenzó a temblar con violencia. Al principio apenas era perceptible, pero no tardó mucho en ser una vibración tan violenta que amenazaba con partirnos en dos pese a estar firmemente asentados. El ingreso fue brutal, casi parecía que más de lo que solía ser en los entrenamientos, aunque en realidad no podía serlo mucho.

Un par de minutos después, el temblor comenzó a disminuir y pasó a ser un simple rugido sordo. Notamos como nos inclinábamos en un picado tan pronunciado que seguimos ingrávidos en aquella estrecha caja bañada en luz roja.

- Ingreso completo-, dijo el piloto-. Zona de despliegue Sierra en doce minutos.

La nave se niveló poco a poco y la aparente caída libre comenzó a desaparecer y pudimos apoyar el peso en el suelo de la lanzadera. Tenía el rifle en el bastidor, justo a mi derecha. Sin soltarme, lo cogí con un movimiento rápido y preciso, comprobando que tuviese el seguro puesto. Por el rabillo del ojo pude ver como Boil hacía lo mismo y el resto igual, excepto Kopa. En vez del equipo de combate, solo llevaba varios aparatos de grabación, pero para intentar congraciarse, accedió a llevar munición extra en los bolsillos que le habían quedado vacios. Menos daba una piedra.

De repente la nave se elevó e inclinó hacia un lado. Algo iba mal. No era la maniobra esperada.

- ¡Triple A! ¡Agarra…!-, gritó el piloto, pero no pudo acabar.

Una explosión sacudió toda la lanzadera, el blindaje nos salvó la vida evitando que la nave se deshiciera en irregulares piezas. Sin embargo, la estructura temblaba incesantemente dejando en nada las vibraciones del ingreso y rayos de cegadora luz blanca cruzaban el interior de la bodega a través de pequeños e irregulares agujeros en paredes y suelo. Notamos como la lanzadera giraba sin control y descendía rápidamente, hasta que otra gigantesca explosión deshizo todo el lateral derecho y nos dejó ver un deslumbrante paisaje blanco.

La lanzadera se niveló durante apenas unos segundos, solo hasta que una sombra negra apareció en el hueco del lateral sacudiendo la nave con su fuerte y desgarrador choque.

Aquel impacto reventó la estructura de sujeción y me arrojó con violencia al exterior. Un líquido marrón y viscoso me envolvió repentinamente dejándome en una relativa oscuridad, mientras asía con todas mis fuerzas el rifle contra el pecho y trataba por todos los medios de no perderlo. Los giros y golpes se sucedieron durante mucho tiempo, pudiendo notar con toda claridad como descendía sin control por una ladera larga e interminable.

La capa de gel que me envolvía no duró mucho y se deshizo del todo incluso antes de detenerme, lo cual sucedió abruptamente cuando el soporte de mi respaldo de ingreso me cayó encima y me aplastó contra una dura roca que parecía recién sacada de un horno. Tras un momento allí aplastada e inmóvil, comencé a notar como un intenso calor penetraba en mi traje desde la piedra. Por fin reaccioné y pude apartar el soporte del arnés, aunque necesité toda mi fuerza para lograrlo.

Me refugié a la poca sombra que daba un gran peñasco alargado y desde allí contemplé los alrededores. En todas direcciones solo había tierra y pequeñas piedras negras, contrastando contra el brillante cielo azul. Pero la oscuridad del cielo y el enorme sol, que estaba bastante bajo en el horizonte, parecían contradecir la sofocante temperatura que hacía.

Con rapidez eché un vistazo al brazalete de supervivencia del traje. La barra de oxigeno estaba en un azul claro, una proporción algo mayor que la normal. La tira reactiva de tóxicos, también en azul claro, limpio. El tubo de presión estaba… ¿anaranjado? Mierda, con esa presión la cantidad de oxigeno era insuficiente y sin duda acabaría tirada en medio de la nada con una embolia como se me ocurriera quitarme el casco.

No vi nada amenazante en el horizonte y decidí arriesgarme a tratar de comunicarme con el mando, en órbita a bordo de la Argo, pero solo capté estática aunque claro, el único equipo de transmisión orbital eran los de Sibil y Retil. Respiré profundamente y comencé a subir por la colina, siguiendo los rastros de mi caída. No tardé mucho en ver restos de fuselaje dispersos por doquier y no muy lejos de donde estaba, vislumbré una armadura tendida boca abajo en la arena.

Tras correr el trecho que me separaba de ella pude comprobar que, sin duda aquel soldado estaba muerto. No solo no me contestó por el comunicador, sino que una afilada placa metálica refulgía clavada bajo el brazo derecho y su armadura de combate marón, gris y negra teñida con sangre ya seca no dejaban lugar a dudas. Fue la primera baja en combate real que vi en mi vida pero, sorprendentemente no me afectó tanto como llegué a pensar en la academia, y sin más comencé a revisar su cuerpo de manera automática.

Pero cuando le quité el armazón de la espalda y le di la vuelta, los marrones ojos de Jenny se me clavaron desde detrás de su visor resquebrajado. Su bronceada cara ahora estaba pálida y sin sangre, cruzada de profundas heridas y cortes sin rastros de sangre en ellos. Supe, con desagradable seguridad, que había muerto antes de tocar el suelo y romperse el visor, probablemente por la metralla de los antiaéreos.

Con la celeridad de las prácticas revisé sus bolsillos y cogí las raciones de campaña y sus paquetes de agua, fijándolas a la parte de atrás de mi espalda con una de las redes de mi equipo. Dejé la munición, tenía de sobra, pero lo que sí que no se me olvidó fue coger sus placas de identidad y guardarlas en un pequeño bolsillo del traje.

Me levanté y di un par de pasos alejándome de ella, pero no pude llegar a dar el tercero. Me paré y, pese a que mi cuerpo me decía que no me quedara allí, volví y tras cogerle su lona de camuflaje, la extendí a modo de mortaja colocando varias piedras para que el viento no se la llevara. Jenny era amiga mía desde el primer año de la academia, donde habíamos compartido más de lo que podía recordar.

Seguí subiendo aquella maldita colina sin pensar. Si lo hiciera me paralizaría y no podía permitírmelo. Intenté centrarme con calma y precisión en la situación en la que estaba. Estrellada en una colina yerma y calcinada por un sol enorme, perdida, sin poder contactar con el mando y probablemente cerca de una ciudad llena de mineros cabreados y armados.

Tras más de veinte minutos subiendo aquella escarpada cuesta, a casi cuarenta grados y mientras seguía los rastros de la nave, me topé con otra armadura laxa, encajada a mucha altura entre dos rocas y con el rifle aún firmemente sujeto entre sus manos. Pude ver como el rifle se movía y corrí hacía él. Lo llamé y grité por el comunicador, pero no recibí respuesta. Me coloqué el rifle en la espalda antes de llegar al pie del risco y con agilidad, trepé varios metros por las grietas de aquella pared hasta él, pero al ver de quien se trataba me quedé petrificada. Era Boil. Cuando me vio intentó decir algo, pero lo único que salió de su boca fue sangre, que tiñó de rojo el interior de su agrietado casco, impidiéndome ver su hermosa cara.

Todos teníamos entrenamiento en medicina de campaña, y aunque sabía que las lesiones de Boil eran demasiado graves, intenté hacerle el apaño. Su armadura de combate estaba aplastada en la base de su espalda y en la única pierna que podía ver, entre las partes resquebrajadas de las placas y bolsillos se asomaban trozos de hueso, carne y sangre coagulada. Cogí de su botiquín lo que necesitaba y cuando iba a comenzar a tratarle sus heridas, uno de sus brazos me agarró y con violencia hizo que mi casco chocara con el suyo. Por él pude oír lo que Boil intentaba decirme desde hacía rato entre toses y el burbujeo de su sangre entre los labios. Un triste y lacónico: “Cuídate, Rilke…” Dicho eso, tosió levemente y expiró.

Mi Boil murió encajado entre dos enormes rocas negras, con la espalda rota y su casco agrietado, en medio de un desierto asolado por un sol que nunca había visto. Murió conmigo encima de él, apoyada en unas rocas que podrían freír un huevo y con lágrimas entre los ojos mientras gritaba su nombre.

***

En los barracones de la Argo Isol, todos bromeábamos y reíamos, listos para nuestra primera actuación de combate real desde que nos graduamos en la academia. Estábamos hartos de las prácticas, el entrenamiento y solo queríamos ponernos a prueba de una vez. Claro que estábamos nerviosos, pero no importaba, en unas cinco horas estaríamos en el planeta que teníamos debajo y estaríamos donde debíamos. En lo que finalmente habían sido declarado como territorio en reveldía.

- Rilke -, me dijo Boil mientras se colocaba el mono térmico de la armadura -. En cuanto tomemos esa porquería de ciudad te invito a una copa.

- Siempre que sea solo una copa… -, le dije mientras le miraba de reojo y me quitaba lentamente la camiseta.

- ¿Ya os habéis dado una ducha fría? -, dijo Jenny mientras comprobaba los acolchados de sus hombreras-. No queremos que nos distraigáis con un show erótico en la garganta.

- Habla por ti-, dijo Emil-. Rilke en plena acción… Eso si merecería la pena verse.

- Rilke no está mal, pero yo prefiero a Boil-, sonó Ruz al fondo-. Hasta me presentaría voluntaria si Rilke no le puede seguir el ritmo.

La lanzadera nos esperaba en cuatro horas, y necesitábamos que todo estuviese en su sitio y listo. Mientras nos colocábamos la armadura de combate e íbamos repartiendo todo el equipo, munición, comida y agua en sus respectivos bolsillos era inevitable bromear, la costumbre era muy fuerte y nos ayudaba a relajarnos.

- ¿Estás listo para darles caña, cariño? -, dijo Boil riendo mientras se ajustaba el cuello de su armadura.

- ¡¡Sabes que odio que me llames cariño!! -, le grité mientras cogía mi rifle y lo encañonaba.

- Sin cargador de poco te servirá -, bromeó Jenny desde el otro lado del vestuario-. ¡¡Coge!! -, añadió mientras me lanzaba un par de cargadores -, hazlo como es debido y líbranos de ese pesado…

La risa generalizada se oyó por todo aquel vestuario y los dos enrojecimos, acabando como tomates, mientras acabamos de guardar el equipo a toda velocidad. Cuando me giraba y terminaba de colocar el chaleco reforzado, miré de reojo al objetivo de la pequeña cámara de Kopa, que lo estaba registrando todo. Si no me hubieran ordenado protegerlo y traerlo intacto, le metería aquella cámara tan profunda que el objetivo le saldría por la boca.

***

Había encontrado al plumilla completamente consciente a unos cien metros de Boil. Atrapado entre una roca y el soporte del arnés. No podía incorporarse y había tratado de excavar para hacerlo, pero se había hundido aún más en la arena negra. Sin una palabra me dirigí hacia él y empujé el armazón hasta que con un ruido sordo se dio la vuelta y quedó boca arriba.

Con un suspiro de alivio, me saludó con la mano, se liberó del arnés que aún lo aprisionaba y se levantó. Se dobló y estiró varias veces y con tranquilidad me preguntó si sabía que había pasado. El muy cabrón tenía una sonrisa de oreja a oreja y además estaba intacto. Su armadura no tenía ni un rasguño, ni un mísero desconchón en las placas rígidas. Y hasta el visor de su casco no tenía la más mínima grieta o raya. No era justo.

- Vamos, tenemos que seguir el rastro y buscar supervivientes-, le dije mientras le lanzaba un par de bolsas de raciones.

- ¿No hay nadie por ahí abajo?-, dijo mientras miraba hacia la larga y empinada colina que acababa de subir.

- Dos bajas. Vamos.

- ¿Quiénes? ¿Cómo? ¿Los conocías?-, me interrogó mientras que con una cámara grababa la cuesta a mi espalda, con la de su casco me seguía con precisión milimétrica. Al pasar a su lado, me miró de hito en hito, registrando cada detalle en la memoria de su traje, esperando una respuesta con su mirada inquisitiva. Caminé alejándome de él, pero al no seguirme, me paré, volví sobre mis pasos, lo fulminé con la mirada y, con el rifle en la mano derecha, le respondí con una evidente furia a duras penas contenida.

- Jenny y Boil. Los dos muertos al estrellarse. Eran mi mejor amiga y mi novio. Y ahora tenemos que seguir vivos y en movimiento-, me giré y seguí caminando por la escarpada colina-. Vamos, no se retrase señor Kopa.

Noté como corría detrás de mí, tropezando con torpeza y aún algo mareado por el golpe. El sol cada vez calentaba más, pero aún estaba bastante bajo. Lo principal era saber donde estábamos. No reconocía la montaña, y no veía ninguna referencia en el horizonte, solo una interminable llanura de piedras y arenas negras como la noche que parecían ondular bajo el tenue y ralo aire abrasador.

Tardamos un par de horas en llegar hasta uno de los riscos de la cima, que sin lugar a dudas había rozado a la lanzadera. Por el camino no nos topamos con nadie más y una vez llegamos a la cima, pudimos ver todo el horizonte. Supe donde estábamos de inmediato. Mierda de suerte.

- ¿Pero dónde estamos? -, preguntó el plumilla acercándose y jadeando desde detrás al ver que me quedaba tendida en la cima mientras miraba alrededor-. Esto no es la Garganta de…

- ¡No, no lo es!-. solté colérica mientras sacaba el mapa del bolsillo del muslo y lo extendía sobre una roca. Con cuidado lo centré donde estábamos y me orienté con él. Tras hacerlo y con un suspiro le señalé al plumilla-. Estamos aquí, a trescientos ochenta kilómetros de las Gargantas del Aliento.

Se conocía como Cinco Picos y era un volcán latente y aislado en medio de la nada. Ningún grupo de desembarco volvería a pasar por allí encima e irían a sus zonas de aterrizaje por otras rutas. No había sido capaz de comunicar con el mando y nadie sabría que estábamos vivos. Y aunque lo supieran, no tendrían suficientes recursos para localizarnos y rescatarnos. No a tiempo, por lo menos. No nos quedaba otra opción, tendríamos que llegar a las Gargantas por nuestros propios medios.

***

Hacía ya casi cien horas que avanzábamos por aquel interminable mar de arena negra y el sol volvía a ponerse. El calor seguiría atenazándonos hasta que saliera de nuevo, dos horas y media después, pero no podíamos detenernos. Kopa me estaba sorprendiendo pese a que había tenido que ser yo la que cargara con casi todo el peso de víveres y agua. Aquel menudo y moreno plumilla, aguantaba bastante bien el ritmo que le obligaba a mantener.

El descenso de Cinco Picos no tuvo incidencias, pudiendo pararnos a descansar y dormir algo a la sombra de una pequeña roca. Los refrigeradores de los trajes trabajaban a toda potencia para disminuir la temperatura de nuestros cuerpos, pero en el exterior de estos, el aire había alcanzado los setenta y cinco grados, aunque esperábamos que la temperatura no pudiese subir mucho más.

Ceti2 tenía un clima muy cálido, agresivo y pese a que estábamos muy cerca del polo las temperaturas eran altísimas, además sus días duraban más de treinta horas y en ésta época y latitud, solo tenía dos de oscuridad. Nuestros trajes estaban preparados para resistir ambientes tan extremos como aquel, con refuerzos contra la alta radiación del planeta y cierta refrigeración que conseguía bajar la temperatura de nuestros trajes a unos aceptables cuarenta grados. Pero el traje, por aligerado que estuviese, seguía siendo un lastre necesario. Sus quince kilos y los iniciales treinta de equipo y víveres ayudaban a agotar nuestras energías, pero no sobreviviríamos sin el traje y el equipo lo necesitaría en cuanto llegase a la Garganta.

El plumilla bebía mucho, y meaba demasiado. Tanto que dudaba que el agua le llegara al final del trayecto, y si no fuese por la nada despreciable cantidad que lograba filtrar su traje, hubiese muerto hacía días. Pero sabía que no podía evitarlo, el ritmo de avance tenía que ser alto. Solo parábamos para dormir unas pocas horas, y luego teníamos que caminar hundiéndonos en la arena hasta el tobillo. Era una tortura brutal. Cuando nos deteníamos, desplegábamos las ligeras lonas de camuflaje que aún cargábamos y las utilizábamos como refugio contra el sol para descansar y dormir con los trajes unas pocas horas, pero el calor apretaba y los toldos y hamacas solo ayudaban en parte.

En cada parada me preguntaba algo, siempre intentando entrevistarme y sonsacarme información de Jenny y Boil, pero yo no quería hablar. Solo quería seguir adelante, llegar a los riscos y empalar con mi bayoneta a los cabrones que habían hecho que estuviésemos en aquel lugar olvidado, donde Boil y Jenny habían muerto. Pero aunque no quisiera hablar con nadie, seguía intentando contactar con la Argo, la comandancia o cualquier equipo cada dos horas sin excepción, pese a que solo obtenía estática.

Habíamos salido con diez litros de agua cada uno, ya solo nos quedaban un par para más de cien kilómetros de desierto abierto y sin la más remota posibilidad de que existiera una sombra. Una vez en los riscos, no teníamos ni idea del tiempo que tardaríamos en encontrar agua o si tendríamos que luchar por ella. Pero de momento lo importante era dar un paso más y seguir adelante.

Y tras tomar un trago del tubo del agua de mi casco, desenterré mi tobillo derecho y di otro paso.

***

Llevábamos escondidos tras uno de los riscos negros como la noche, casi tres horas, mientras por todo el horizonte se veía el fulgor del eterno amanecer. El plumilla estaba detrás de mí, haciendo lo que quisiera que hiciese en su trabajo, por lo que a mi respectaba solo miraba. El muy cabrón había bebido casi toda el agua que habíamos cargado, acabando con la última gota hacía más de treinta horas y, pese a todo, no pudo soportar el calor. Tras tropezar y convulsionar varias veces, cayó redondo sobre la grava negra, lo que me obligó a cargarlo a mis espaldas, junto con su equipo y el mío los últimos veinte kilómetros hasta llegar a las sombras de las Gargantas del Aliento, donde me desplomé de cansancio en el primer hueco que encontré.

Cuando se me aclaró la visión, noté como mi garganta estaba cerrada y reseca, mis labios agrietados y mi lengua pegada al paladar. Mi cabeza zumbaba, el mundo parecía borroso y las nauseas me asaltaban cada pocos minutos, pero tenía que continuar. Aunque estuviésemos en la Garganta, la temperatura seguía siendo muy alta, y lo sería aún más cuando saliera el sol. Teníamos que entrar en una de las grietas y llegar a los acuíferos. Allí ya pensaría en algo.

En el mapa estaban señaladas las grietas, pero inteligencia suponía que eran entradas muy protegidas a los gigantescos acuíferos subterráneos. Teníamos planeado estudiarlos y tomarlos con al menos una escuadra, en caso de emergencia serviría una unidad. Pero allí solo estaba yo, el plumilla no contaba. No me quedaba otra opción que escoger: entre quedarse fuera y morir deshidratados o entrar y arriesgarme a que me mataran de otra forma.

Así que comencé a arrastrarme hacia la entrada, con el plumilla siguiendo mis pasos. Caminé pegada a la pared y, mirando a todos lados, me adentré lentamente en la gruta. Por el rabillo del ojo vi algo y me giré rápidamente, pero antes que llegara a completar el giro, un fuerte impacto en el pecho me lanzó hacia atrás con violencia. Aún seguía consciente cuando aterricé a varios metros, haciéndome chocar contra una roca, donde perdí el conocimiento.

Cuando lo recuperé estaba sentada en una silla en la oscuridad, atada de pies y manos y sin mi armadura. Podía respirar sin problema, el aire era bastante fresco, solo tenía puesta la ropa interior térmica empapada de mi sudor mientras dos insurgentes armados con escopetas estándar de la policía me vigilaban. O mejor sería decir que me desnudaban del todo con la mirada. Estaba encerrada en una pequeña habitación de piedra negra con una luz química justo sobre mí.

- Jefe. La chica se ha despertado-, dijo uno de ellos por un pequeño aparato fijado a la pared mientras me miraba. No tendría más de veinticinco años, llevaba la misma ropa raída y sucia que el otro y no sabía sujetar la escopeta. Sonreí al darme cuenta de que la tenía sin el seguro.

- Vigiladla bien, ahora bajo-, sonó entrecortada una voz grave y rasposa.

El dueño de la voz no tardó demasiado en aparecer. Un señor de casi sesenta años, con una gran barba blanca y una tez oscura y curtida, que iba desarmado y con una gran botella de cristal llena de agua.

- Pero si es una niña. ¿Cuántos años tienes, pequeña?

No respondí.

- No aparentas más de diecisiete… ¿y te han mandado aquí a matar inocentes?-, dijo con un deje de pena en la voz-. ¿A matarnos y a quitarnos lo que nos corresponde por derecho? Estas minas son nuestras y no nos dais nada más que migajas por trabajar noche y día… Bueno, el periodista con el que te cogimos ha cantado de plano. Venir caminando desde Cinco Picos-, silbó con admiración-. Es francamente impresionante, no creo que nadie que conozca pudiese hacerlo… soldado Rilke.

No pude resistir el esbozar una media sonrisa de complacida autosuficiencia mientras lo miraba con desprecio. Intentaba hacerse el duro o el importante, pero no era más que un viejo minero con demasiados aires de grandeza.

- ¿Cuántas unidades se desplegaron? ¿Cuáles eran vuestras órdenes?

No dije nada. Y uno de los jóvenes intentó dejarme inconsciente de un culatazo. Fue incapaz. Ni llegué a perder el sentido, pero fingí quedarme laxa y escuché lo que decían a pesar del dolor de cabeza. No tenían ni idea de cómo torturar. Yo tampoco, en realidad, pero desde luego así no se hacía. Noté como se reunían en un rincón, y me daban la espalda. Así que aproveché y comencé a aflojar los nudos que me ataban las manos. Al rato me “recuperé”, y el interrogatorio continuó. A cada golpe, aflojaba más mis ataduras, hasta que finalmente estuve lista para reaccionar.

Toda la lucha fue automática. Apenas tuve tiempo para pensar y en cuanto encontró la ocasión, mi cuerpo se movió por sí mismo en centésimas de segundo y me encontré sentada en la silla, con los dos jóvenes rebeldes muertos a mis pies con sendos tiros en la cara y el viejo retorciéndose de dolor con la mandíbula desencajada. El cuerpo se me había perlado de sudor, los músculos me palpitaban y la sed me atenazaba, pero tras desatarme las piernas y pese a que mi cuerpo necesitaba agua urgentemente, no bebí de la botella que me habían traído como recordatorio.

Agarré al viejo de la barba y, mientras le apuntaba con la escopeta le pregunté.

- ¿El agua es potable? ¿Puedo beberla sin riego?-, asintió tembloroso y asustado. No pude evitar acabar con toda de un trago, y poco después continué-.Te voy a recolocar la mandíbula. Te va a doler y vas a retorcerte, pero si haces un movimiento raro, te rompo el cuello ¿Entendido?

Asintió otra vez. No me dio ningún problema cuando lo hice avanzar por la cueva mientras lo encañonaba desde detrás con la escopeta bien sujeta. Mis precauciones se demostraron innecesarias. Aquel lugar no era la inexpugnable fortaleza que había imaginado. Tras salir de la celda me encontré en una sala cerrada con una pesada puerta metálica asegurada y atrancada desde dentro. En uno de los rincones reposaban mi equipo y el del plumilla, amontonados sin cuidado ni vigilancia y en otro, varias pantallas mostraban imágenes de la gruta donde me habían emboscado y del acceso a aquella pequeña cueva.

***

Mientras estaba apoyada en el único lateral que arrojaba un poco de sombra de un deslizador acorazado, no pude evitar sorber un poco de agua del traje. Mi rifle estaba colgando relajadamente entre mis brazos mientras esperaba a que comenzara el asalto de Seydlitz.

Hacía seis semanas que derramara sangre por primera vez. Nada había cambiado. Supongo que podía entender la reacción del plumilla cuando lo saqué de su celda en la cueva, donde por cierto le habían dado comida y agua a cambio de la información, y vio los cuerpos sin cara y aún calientes. Tal vez por eso él era un aqua y yo una ignis.

Aquel mismo día, tras varias horas en los equipos de comunicación que había en la cueva conseguí un intermitente enlace con el mando orbital, que a su vez consiguió contactar con mi maltrecha escuadra, la cual a duras penas había podido llegar a su zona de despliegue. Tras veinte horas de espera que aproveche para dormir, comer y beber, me reuní con lo que quedaba de ella y, desde entonces, habíamos reconocido y luchado por toda la Garganta del Aliento durante semanas.

Y fue duro.

Aquellos mineros que me habían emboscado no eran más que eso, mineros cabreados a los que habían embaucado. Pero luego estaban las guerrillas locales, con mejor material, ganas de pelea y determinación fanática suficiente como para plantarnos cara y hacernos sangrar aunque no tuviesen experiencia. Tras tres semanas de recabar información explorando la Garganta y enfrentarnos o evitar a los grupos guerrilleros que trataban de localizarnos, por fin llegó el grueso de nuestras fuerzas.

En otras dos semanas conseguimos controlar los intrincados acuíferos principales, que se encontraban bajo la Garganta, los dos astropuertos y la mayor parte de las minas. Solo quedaban las ciudades, que deliberadamente manteníamos sitiadas aún después de que cayese la última mina. Los mandos civiles aún contaban con la remota esperanza de que entraran en razón y así poder evitar un terrible y trágico baño de sangre. Pero el tiempo para que se rindieran se acercaba rápidamente a su fin y nosotros no dudaríamos en actuar.

Mientras me encontraba absorta en todo aquello, saqué sin darme cuenta una foto impresa bastante desgastada. En ella Boil nos abrazaba desde detrás a Jenny y a mí, mientras los tres sonreíamos animados y felices durante una licencia de la academia. Era duro recordar a todos los que habían caído a manos de los rebeldes durante aquellas semanas.

- ¿Estás bien, Rilke?-, sonó a mis espaldas Emil. Avanzaba con lo que quedaba de la escuadra. No solo había caído Boil, y Jenny, sino que también habían causado baja Neme, Retil y Sibil, aunque estas dos últimas seguramente saldrían adelante.

- Si, no te preocupes. Solo necesitaba echar un trago a la sombra-, le contesté, mientras guardaba rápidamente la foto en un bolsillo de la armadura- ¿Dónde está el plumilla? ¿No piensa apuntarse a la juerga?

- Estaba con el sargento hace un rato. Fijo que viene con él-, dijo Rash mirando hacia atrás-. ¿Seguro que estas bien? Tienes mala pinta.

- No es nada, pero no soporto la espera-, contesté, y le volví a dar otro sorbo al tubo del agua.

- Te entiendo-, comentó Emil-. A mí también se me hacen duros estos momentos de calma absoluta.

En ese momento y para contradecirla, una escuadra de infantería acorazada pasó delante de nosotros en formación, haciendo temblar el suelo a cada rápido paso de sus enormes armaduras negras y marrón oscuro. Los aniquiladores acorazados se desplazaban flotando a pocos metros del suelo calcinado, produciendo únicamente un tenue ruido, apenas perceptible por el viento y pequeñas nubes de polvo que se alzaban a su paso. Nuestros deslizadores de asalto abrieron sus compuertas traseras y sus motores comenzaron a ronronear quedamente a la espera de alzarse y lanzarnos hacia el combate.

En el interior del deslizador ya nos esperaba Anton Kopa, mirándonos con atención y en silencio mientras subíamos y nos colocábamos en posición. Al subir, cuatro potentes estampidos resonaron por toda la base al pasar otros tantos bombarderos rumbo a la ciudad. El asalto comenzaría en breve pero no me hacía ilusiones.

Tomar, controlar y pacificar a dos millones de personas fanáticas y dispuestas a todo por tener un ineficiente control de las únicas minas de aquella mierda de arena negra de toda la Federación no sería rápido, ni limpio… ni fácil.