Lasdai


Una fría brisa soplaba sobre las calles aquella última mañana del año, pero a todos aquellos que estaban envueltos en la vorágine del Lasdai parecía no importarles. El júbilo y la algarabía se extendían por doquier tal y como venían haciéndolo de manera creciente desde la mañana anterior. La diversión y las fiestas, que llegaban ya a su cúspide, anticipaban la universal cuenta atrás que recorría toda La Federación al unísono.
Más allá de las complicaciones de los cambios horarios locales, los múltiples calendarios planetarios y las concordancias de fechas y horas, un hombre caminaba sonriente y despreocupado entre la multitud. Todos parecían ignorarlo, pese al hecho de que las ropas de aquel gozoso hombre estaban manchadas de sangre y otros fluidos corporales, nadie le hacía caso y, felices, gritaban festejando la inminencia del Nuevo Año Federal.
Con una leve sonrisa de impaciencia, se apoyó contra la base de una de las estatuas alineadas por toda la enorme explanada y miró a la multitud. Sus ojos bailaban entre los números que flotaban por doquier y los rostros de aquellas personas anónimas, mientras sus dedos bailoteaban impacientes en espera de una cuenta atrás que llevaba esperando más de treinta y dos horas.
-    ¿Y qué hacías normalmente durante el Lasdai?-, le preguntaba la mañana anterior una exuberante mujer pelirroja, mientras el aerodeslizador en el que iban sobrevolaba aquella misma estatua.
-    Pues trabajar-, respondió como si resultase obvio-. Soy ethonista , ¿recuerdas?
-    Cielo... no dejas que me olvide de tu único defecto-, dijo mientras se colocaba a horcajadas sobre él, apartando las tiras de tela de su vestido, y se acercaba a besarlo  apasionadamente.
-    ¿Y no te alegra el haberme convencido?-, comentó sonriendo, mientras contemplaba aquella cara que se alejaba y el amplio escote que se abría frente a él.
-    No fue difícil, cariño-, comentó sonriendo con picardía. Volvió a acercarse y acarició su oreja con los labios mientras le susurraba-. Solo tuve que decirte como se celebran los Lasdai “de verdad”.
Era la mañana anterior al momento del cambio de Año Federal, el último día del año y fecha de celebración inexcusable para todos los egonistas  o filonistas , que aprovechaban la celebración para desatar sus instintos.
Iaco había llegado a aquella ciudad hacía seis semanas, con una reasignación forzosa en su expediente y dejando atrás a familia y amigos. Conoció a Medu a la semana y durante todo ese tiempo utilizó sin remordimiento alguno su despreocupada forma de ser, tanto para conocer a gente como para pasar el rato. Sin embargo y pese a poder contar con la fogosa Medu, había planeado pasar aquél día trabajando, como siempre había hecho. Pero la invitación que le hizo su ardiente pelirroja mientras desayunaban en su apartamento le golpeó de improviso.
-    ¿Quiere venir conmigo al Lasdai que organizamos los del clan?-, había dicho Medu mientras dejaba la taza en la mesa y se levantaba.
-    Ese día trabajo-, repuso Iaco de manera automática mientras se ajustaba la camisa.
-    Puedes pedir un día libre. Te aseguro que te encantará-, replicó con una sonrisa mientras caminaba lentamente en torno suyo pasando un dedo por la piel que aún no había cubierto. Mientras jugueteaba con el dedo, se detuvo a su lado y tras apretarse contra su brazo, le susurró suavemente lo que se solía hacer en aquellas fiestas.
-    ¿Y quienes seríamos en la… fiesta de tu… clan?-, preguntó sin mirarla y tragando saliva con dificultad.
-    Emi, Song, Sarae, Rosse, Donna… -, había enumerado de forma deliberadamente lenta-. Las que estaban en la fiesta de la semana pasada… entre otros-, agregó por lo bajo tras unos segundos.
-    Vale… iré.
El aerodeslizador había cruzado la Plaza Magna, donde los preparativos para el Año Nuevo seguían su curso con laboriosidad y finalmente descendió en la entrada principal de un glamuroso hotel. Medu e Iaco descendieron del vehículo automático y no esperaron a que los empleados que salían a recibirlos hubiesen retirado el equipaje para entrar en el lujoso vestíbulo.
Mientras estaban en el ascensor que los llevaba a la suite, Medu se recolocó el pelo en su sitio, alisó los bordes de su etéreo vestido plateado y comprobó el resultado en la reluciente pared de la sala. Al salir de este y avanzar por el elegante pasillo, le recordó por lo bajo.
-    No me dejes quedar mal, cielo. La mañana del Lasdai es siempre muy tranquila y lenta, así que no te lances a lo loco-, agregó mientras colocaba el brazo para que se lo cogiera, cosa que hizo rápidamente-. Aunque los conozcas, no te tomes muchas confianzas de buenas a primeras y simplemente limítate a…
-    ¿Acaso me tomas por un paleto nacido en las colonias?-, comentó algo molesto.
-    No. Te tomo por alguien que nunca ha estado en esta situación.
-    No te preocupes, trataré de no dejarte en mal lugar-, finalizó mientras llegaban a la puerta de la habitación.
La sala a la que entraron estaba desprovista de muebles y tan solo contaba con una gigantesca fuente, que ocupaba el centro de la misma. Grandes pilas de cojines se amontonaban contra las paredes y varias plantas de espeso follaje separaban aquellas mullidas montañas anacrónicas. Las paredes y techo refulgían tenuemente y cuadros, estatuas y demás adornos danzaban moviéndose sin cesar al ritmo de su silenciosa música.
A ambos lados de aquel salón se abrían pequeñas habitaciones y salas más pequeñas, pero la atención se centraba en el gran dintel que ocupaba la pared opuesta. Tras él se hallaba el exuberante jardín que ocupaba toda aquella sección del ático.
Mientras cruzaban la sala comenzaron a escuchar a los invitados, ya rodeados de plantas y pequeñas fuentes que gorgoteaban y las afables conversaciones transcurrían entre bebidas. Todos se trataban como si fuesen viejos amigos y aunque conocía a la mayoría de anteriores ocasiones, Iaco comenzó a sentirse algo inseguro y fuera de lugar, solo evitando que se escabullese el hecho de que su acompañante lo tenía bien sujeto por el brazo.
Tras varios minutos soportando la creciente incomodidad de ser el centro de atención, otra pareja cruzó la puerta.
-    Hola chicos-, dijo una de las sonrientes recién llegadas mientras comenzaba el ritual de besar el aire en torno a las caras de los presentes. Tras saludar a todos, pasó a hacer las presentaciones pertinentes de su acompañante-. Chicos, esta es Panmira, ya os he hablado de ella.
-    Encantado-, dijo gentilmente uno de los engalanados hombres que se congregaron a su alrededor.
-    Es incluso más mona de lo que nos habías comentado, Song…
-    Dejad de adularla tanto, chicos…
-    Pero claro, tu también quieres que comentemos lo bien que te queda ese color de pelo, ¿no?
-    También lo piensas, admítelo…
La constante verborrea fluía natural en los labios de los presentes y tan solo dos personas seguían silenciosas, mirándose fijamente y con cierta incomodidad. Cruzaron sus miradas un par de veces más antes de apartarse ligeramente en busca de una de las pequeñas bandejas, que portaban minúsculas muestras de comida y delicadas copas transparentes.
-    Hola, Pami-, dijo finalmente Iaco-. Creía que no volvería a verte después de cómo te despediste en Renuá.
-    Hola-, dijo antes de toser levemente. Con aire distraído le dio un largo sorbo a la copa que había cogido-. Es una desafortunada coincidencia toparnos aquí, ¿no crees?
-    La verdad es que coincidencia sí, mucha-, repuso con calma-. Aunque la considero más incomoda que desafortunada.
-    ¡Qué sorpresa! ¿Ya os conocíais?-, preguntó Medu apareciendo por detrás y apoyando una de sus manos en el hombro de su invitado.
-    Apenas-, murmuró Panmira, terminando con lo que le quedaba de su copa con rapidez.
-    Yo no diría eso-, comentó Iaco como quien no quiere la cosa. Se acercó con lentitud y le murmuró algo al oído a Medu mientras la agarraba por la cintura con descaro y, tras soltarla, atacó discretamente uno de los pastelitos de una bandeja que pasaba flotando por allí.
-    Pero cielo… ¿Cómo se te ocurrió hacerle eso? -, le dijo con un ligero tono de reproche mientras le apoyaba una de sus manos en el hombro desnudo. Sin darle tiempo a responder añadió-. Seguro que hubiese bastado con que le “extraviases accidentalmente” ese balón firmado que tiene en su apartamento.
Iaco comenzó a toser al atragantarse. Se sobrepuso rápidamente y algo lloroso por el esfuerzo de tragar exclamó:
-    ¡Medu! ¿Para qué le das ideas?
-    ¿Ves? Le hubieses hecho mucho más daño-, puntualizó alegre la mentada mientras se daba la vuelta, alejándose sonriente y contoneándose levemente.
-    Me gusta tu nueva novia-, comentó Panmira ya sonriente-. Seguro que te controla como yo nunca logré.
-    No le concedas tanto mérito. Solo es una amiga con la que paso muy buenos ratos-, comentó sonriendo de nuevo sin saber muy bien por qué-. ¿Estás con Song? No es precisamente tu tipo.
-    Te lo sigues teniendo tan creído como siempre, ¿eh? La conocí en un concierto hace un par de meses. Quedamos y una cosa llevó a la otra… ¿Y cómo os conocisteis la pelirroja despampanante y tú?
La mañana continuó pasando en una agradable conversación donde se ponía todo el empeño posible en deslumbrar a los demás, bien con sus exquisitas ropas, sus atractivos acompañantes o sus éxitos laborales o personales. Pese a que era otoño, llegó un momento en el cual el calor acumulado en el aquel jardín fue demasiado intenso como para seguir paseando por él y la conversación se trasladó al salón lateral.
Con una tenue bruma apenas visible que refrescaba el ambiente, aquel salón invitaba a tumbarse en las amplias butacas resplandecientes. La calma del ambiente era acompañada por el canto de algunos pájaros y tenues notas, apenas perceptibles, que hicieron que más de uno se quedara sumido en un plácido sopor. Las conversaciones continuaron mientras todos reposaban  pacíficamente en sus colchones de etérea comodidad y disfrutaban de la placentera tranquilidad.
Horas más tarde, un armonioso trino los sacó del letargo en el que habían caído e hizo que todos se incorporan levemente. Mientras lo hacían, unos tenues jirones de colores comenzaron a ascender desde la parte inferior de los divanes, creando elegantes espirales que se retorcían en inusuales danzas bajo el techo abovedado de la sala. En ningún momento se mezclaron los distintos colores y una complicada figura se iba formando, hecha únicamente con humo hábilmente entrelazado.
Uno de los asistentes, que hacía las veces de anfitrión principal, se levantó y con agilidad comenzó a repartir a cada uno de los asistentes una botellita transparente, vacía en apariencia. Mientras continuaba haciendo algunos malabarismos con ellas y mencionaba las breves indicaciones a seguir, Iaco examinó con curiosidad el extraño diseño de la suya y tras darle varias vueltas, seguía sin tener muy claro cuál era su propósito o tan siquiera su parte superior. De reojo pudo comprobar cómo no era el único al que le pasaba, pero Medu le hizo señas indicándole con disimulo como se sostenía y por donde abrirla.
Tras terminar de repartirlas, se colocó en medio del escenario, alzó la botella en un brindis y con un gesto todos las abrieron al unísono, alzándolas con una exclamación y bebiendo el contenido de un largo trago. El líquido sin sabor descendió con facilidad por la garganta, casi como si fuese agua, pero una vez hubieron roto las botellas contra la pared del escenario al terminar, en sus lenguas comenzó a aflorar un cálido sabor que recorrió las bocas y gargantas. Una agradable sensación eléctrica se extendió por todos sus cuerpos, irradiando desde su estómago y haciendo que su piel se erizase mientras el sabor continuaba cambiando cada pocos segundos hasta que, tras casi un minuto, finalizó en un estallido picante que despertó la sed de todos.
Mientras calmaban su sed con los suculentos jugos que contenían las botellas que ya ocupaban los laterales de sus divanes, uno de los jirones comenzó a descender. Repentinamente se deshizo, envolviendo a todos en una tenue niebla de color morado que fue depositándose lentamente en el suelo, para finalmente desaparecer. Sin embargo sus efectos no tardaron más que unos pocos minutos en hacerse patentes entre los asistentes.
El hambre comenzó a aflorar de un modo sutil, al principio, y las bandejas de bebida fueron sustituidas en su mayoría por otras con comida que surgían de un discreto hueco en la pared. Aquellas gruesas bandejas ovaladas avanzaban flotando lentamente a medio metro del suelo, deteniéndose en las cabeceras de los divanes durante un tiempo para luego seguir al siguiente y que así todos pudiesen comer aquellas exquisiteces.
Nadie se privaba de nada y todo el mundo degustaba los manjares que se ponían a su alcance. Primorosamente decoradas, bandejas con toda clase de platos de pescados, mariscos, frutas, verduras, algas e insectos desfilaban entre los asistentes. No era raro escuchar sonidos de disgusto ante algunos de los sabores que allí se experimentaban, pero los gemidos de deleite al descubrir un sabor exquisito conseguían taparlos con rapidez.
-    Es extraño-, dijo Panmira mientras degustaba con placer unos bocados de pescado rosado delicadamente decorados con algas azules, verdes y amarillas-. Cuanto más como, más hambre tengo.
-    Eso es por la niebla, cielo-, comentó Medu mientras saboreaba una gelatinosa pieza blanca de origen desconocido-. Nos abre el apetito y hace que los sabores y olores sean mucho más potentes.
-    Eso explica por qué está todo tan rico-, comentó Iaco ignorando la fuente del aromático pescado que pasaba frente a él y cogiendo unas cuantas delicias de marisco. Pero a medio masticar, se quedó quieto unos segundos, tragó con esfuerzo y vació su copa de un solo trago-. Bueno… casi todo.
El ambiente de agradable relajación continuó y la comida se prolongó durante horas, en las que por las fuentes desfilaron carnes y estofados de todo tipo y origen, figuras comestibles de sabores intensos, refinadas sutilezas líquidas que burbujeaban frías, nubes de sabrosos vapores iridiscentes…
Comían sin cesar, mientras hablaban, reían y disfrutaban repetidamente de su sobre agudizado paladar. Sus estómagos parecían no tener fin y uno de los asistentes se interesó por su inusual y desmedida capacidad, pero la única respuesta que obtuvo fue la de que se dejara llevar y que no se preocupara por el cómo.
No había ningún reloj y los únicos indicadores del tiempo transcurrido eran la menguante claridad exterior y las brumas, que caían regularmente sobre los asistentes. Solo permanecían flotando tres colores en aquel mosaico gaseoso, hasta que el tono azulado cayó, envolviéndolo todo con un fresco olor, que vigorizó a los asistentes e hizo cesar la gula que los embargaba.
La última noche del año comenzaba y la última comida del mismo se estaba terminando. Mientras todos estaban todavía degustando lo que parecía ser unos remolinos de vapor de diversos colores verdes y azules, una voz se alzó sobre el resto con fuerza.
-    ¿Una partida de Banzán?
-    Claro, ¿por qué no?-, dijo Rosse tras darle forma a una nube ámbar de suaves matices afrutados con su lengua-. ¿Qué nos jugamos?
-    ¿Qué tal si empezamos a crédito el tanto y vamos subiendo?
Tras un coro de asentimientos, comenzó la partida. Sin embargo no podían jugar del modo usual, ya que ninguno de los comensales era capaz de levantarse aún de su diván. Pero todo estaba pensado y las bandejas comenzaron a repartir los seis dados que necesitarían los jugadores, sirviendo a su vez de mesa de juego.
Al principio, las sumas que se movían no eran más que de unos cientos de créditos, pero pronto comenzaron a manejarse apuestas de varios miles, al jugar los que ganaban las rondas unos contra otros. Pero los dados eran caprichosos, ya que tan pronto se ponían de parte de unos, como de otros.
Jugaban y reían sin cesar, la música sonaba cada vez a un mayor volumen y las bebidas y cócteles que traían las bandejas eran cada vez más fuertes. Mientras estas pasaban rápidamente de simples licores a sofisticados cócteles vaporosos que se movían y jugueteaban en el paladar, de combinados alcohólicos a estimulantes de todo tipo, los comensales se incorporaron y comenzaron a bailar, desinhibidos y espoleados por la envolvente música y las bebidas que fluían sin fin.
Tras varias horas llegaron las primeras rondas de Itífalo, un coctel con una ligera mezcla de hormonas y un toque de canela, cuyo principal ingrediente era el príapo refinado, el mayor afrodisiaco conocido. Uno solo de aquellos peligrosos combinados potenciaba la lívido, sensibilizaba los sentidos y exprimía la energía de los cuerpos hasta un nivel que ninguna persona era capaz de alcanzar por sí misma o mantener más que unos pocos segundos. Sin embargo, pese a ser peligrosa y tener su consumo estrictamente controlado y limitado, el Itífalo fluía entre los asistentes como si no fuese más que agua.
Sus juegos y bailes no tardaron en verse interrumpidos por la irrefrenable excitación que los embargó sin previo aviso. Muchas parejas se escaparon corriendo a las habitaciones privadas que tenían a su disposición, pero un par de horas más tarde regresaron.
Ya no les bastaba el placer que una sola persona podía proporcionarles. Sus cuerpos ansiaban más. Mucho más.
No encontraron al resto de asistentes en el salón lateral, ya que cuando la última nube química hubo caído sobre los sudorosos cuerpos desnudos que allí permanecían, provocó una vorágine irrefrenable de gemidos, sudor y fluidos corporales que hizo imposible seguir ejercitándose en una superficie como la que aquellos divanes les ofrecían. Así pues, trasladaron su pasión a las montañas de cojines de la sala principal.
La fuerte dosis de estimulantes injeridos durante la comida y con las bebidas, multiplicaban la fuerza y resistencia de los asistentes. Sus movimientos eran ya irrefrenables y se prolongaron durante toda la noche, sin ningún tipo de pausa o descanso, que ninguno de ellos necesitaba o deseaba.
La larga noche otoñal pasó veloz y en el cielo comenzaron a aparecer las primeras luces del alba. La mañana sería larga y aunque  faltaban bastantes horas para que llegase el Año Nuevo, ya podían oírse entre los incesantes gemidos, el ruido de las multitudes que se agolpaban en la plaza.
Iaco convulsionó una vez más sin cuidado alguno y se derrumbó sobre los cuerpos desnudos de Panmira, Song y Enil, que rápidamente se zafaron de su molesto peso inerte y continuaron con la ayuda del resto de participantes.
Arrastrándose lentamente y sin apenas fuerzas, aún con una firmeza irrefrenable, Iaco alcanzó la fuente y tras apoyarse en un cojín bebió con ganas del aquel fresco líquido transparente. La fuente ya no contenía agua, sino una fragante bebida isotónica que refrescó su cuerpo, alivió sus músculos y repuso sus mermadas fuerzas con rapidez.
Panmira se acercó, también a rastras y se quedó a su lado aunque sin tocarlo, disfrutando de la corriente de aire que los separaba. Pero sus cuerpos descontrolados no les permitieron ni un momento de calma y agobiados por el calor que irradiaban, se introdujeron en la fuente y gozaron de la humedad que bañaba sus pieles.
Siguiendo su ejemplo, la orgía no tardó en trasladarse de los suaves cojines al refrescante interior de la fuente. Todos bebían del líquido que manaba de ella mientras se bañaban gritando y gimiendo sin control al ritmo incesante de sus cuerpos.
-    ¿Cuánto falta?-, preguntó Rosse mientras agarraba una cabellera azulada que jugueteaba bajo su ombligo.
-    Cuatro horas-, gimió Medu entre los dos sudorosos cuerpos que la sostenían bajo un choro de bebida isotónica.
-    ¡A la mierda! ¡Yo no aguanto tanto! -, gritó.
-    Ni se te… ocurraaaa-, intentó detenerla Emi.
Pero pese a encontrarse a su lado, el clímax que acaba de experimentar le impidió detenerla. Rosse agarró una de las figuras de la fuente, con fuerza la retiró y una hoja centelló en su mano. Se la clavó profundamente en la base del cuello al hombre que sujetaba entre sus piernas. Mientras continuaba contoneándose con él en su interior, la extrajo con fuerza y gritó de placer al quedar empapada con el cálido chorro de sangre que manó de Hannen, mientras convulsionaba en el orgasmo de su muerte.
-    ¡Eso era para celebrar el año nuevo!-, exclamó Song furiosa mientras asía otro de los estiletes ocultos.
La mitad de los asistentes a la fiesta asían las dagas que habían ocultado hasta ese momento, insertándolas sin remordimientos en los cuerpos de sus invitados. Iaco se encontró atrapado bajo el voluptuoso cuerpo de Donna, que seguían contoneándose intentando llevarlo al orgasmo para luego ensartarle aquella aguja en el pecho.
Pese a las drogas que saturaban su cuerpo, este reaccionó como había sido entrenado hacía años. Su brazo se lanzó hacia arriba sin necesidad de meditarlo y con la palma abierta, golpeó la mandíbula de aquella hermosa mujer dislocándosela. Donna cayó de espaldas, gimiendo del orgásmico placer que irradiaba de su mandíbula.
La sobredosis de itífalo que todos tenían en sus cuerpos, transformaba todo impulso nervioso en placer. El mero acto sexual resultaba insuficiente para aquellos seres ya insaciables, ávidos por satisfacer unas apetencias desbocadas y de que los condujesen de nuevo a un clímax. Un clímax que los innumerables orgasmos disfrutados aquella noche, habían empujado más allá de cualquier límite físico.
Todo olía a sangre. El líquido isotónico se había mezclado, transformando la fuente en una bañera de sangre diluida en la que aquellos monstruos gritaban de placer. Seguían disfrutando de los cuerpos inertes que, pese a estar ya vacíos de toda conciencia, aún permanecían bajo los efectos fisiológicos de las drogas ingeridas e inhaladas.
Iaco se incorporó con un movimiento rápido, escapando de aquellos cuerpos ensangrentados y se abofeteó con fuerza para despejarse, si bien solo consiguió un leve orgasmo de dolor. Allí de pie, cubierto de sangre ajena, bebidas, sudor y fluidos corporales propios y extraños, seguía excitado sin remedio. El olor de la sangre era embriagador y alimentaba el palpitar rítmico de todo su cuerpo.
-    Ven, cariño… ¡únete!-, dijo sensualmente Medu mientras se inclinaba sobre el cuerpo inerte que acababa de acuchillar y comenzaba a contonearse de nuevo.
-    Disfruta, tíiiiiio-, clamó otro en un gruñido apenas comprensible.
-    ¿Pero qué es esto?-, gritó Iaco horrorizado, sin poder apartar la mirada del rostro inerte de Panmira, que había muerto en medio de múltiples orgasmos. Su cara reflejaba un goce pleno y absoluto, pero la profunda herida de su cuello mostraba el hueso de la clavícula y evidenciaba la brutal realidad-. ¿¡Qué es todo este infierno!?
-    Lasdai, por supuesto-, dijo Rosse acercándose por la espalda con el estilete.
Sin saber cómo, el cuerpo de Iaco se movió de nuevo y se encontró mirando a los ojos a Rosse, que lo besó apasionadamente antes de caer al suelo gimiendo en un orgasmo mortal con su propio cuchillo clavado en el estomago. Inmovilizada por la herida, continuó gimiendo incesantemente con los enormes torrentes de placer que el dolor ahora le proporcionaba, mientras se desangraba del modo más lento y doloroso que podía haber deseado.
Cuando se dio la vuelta, Iaco no pudo contener el vómito. Le llenó de asco el contemplar como arrancaban a mordiscos trozos de carne de los cuerpos aún calientes, y reaccionó esparciendo con su nausea un viscoso líquido amarillo sobre los cojines y la fuente en la que proseguía aquella depravación.
Retrocedió poco a poco, pero al llegar a las puertas comprobó con una creciente desesperación que estaban cerradas. La única opción que vislumbró, entre las oscuras nieblas que atenazaban su mente, era cruzar entre aquellos homicidas bañados en sangre y escapar por el balcón hacia otra de las terrazas vecinas.
Quiso correr, pero sus piernas le fallaron de nuevo. Su cuerpo estaba agotado tras las horas de ejercicio ininterrumpido y no pudo más que caminar a trompicones entre los vivos y los muertos. Ninguno parecía tener mucho interés en él, concentrándose en las carnes llenas de sangre aún caliente y los rígidos miembros que permanecerían así durante unas horas más.
Era un nuevo banquete. Uno bestial y demoniaco en el que se mezclaban las pasiones sintéticas de un modo antinatural e irrefrenable.
-    ¿Por qué hacéis esto?-, preguntó desesperado mientras trataba de escapar, tanto de los monstruos que ocupaban la habitación, como de los oscuros impulsos que lo atenazaban cada vez más fuerte: el hambre desmedida que surgía de su vientre, la sed que le secaba los labios y la furiosa ira que se acumulaba y tensaba sus brazos. Gritó para convencerse más a sí mismo, que al resto-. ¡Es una abominación!
-    Vamos… disfruta…-, gruñó entre orgasmos necrófilos uno de aquellos perversos seres que había comenzado a considerar como su amigo.
-    Déjate llevar por el olor… por el sabor…-, exclamó Medu antes de arrancarle parte de la cara a Rosse, que gimió de placer al notar su carne desgarrándose entre los dientes de su amiga.
-    Disfruta del poder de acabar con la vida de alguien…-, continuó un chico llamado Rela, que soltó al cuerpo inerte que tenía delante para lanzarse hacia Iaco, empuñando una daga manchada de sangre.
No lo soportó más y el único impulso que sintió en ese momento, lo embargó. Una furia incontrolable, irrefrenable se desató en su cuerpo.
Con un movimiento tan poco fluido que hubiese avergonzado hasta a un aprendiz de jitsuo, desarmó a su agresor rompiéndole ambos brazos con el impacto. Rela ensució el suelo con el deleite de su agonía y se retorció sobre aquella cálida mancha blanca, gozando con su dolor.
Iaco intentó respirar hondo para controlar la ira y el placer que le proporcionaba el golpearlos, pero no lo logró. Los compuestos que saturaban su cuerpo lo impulsaron, agudizaron sus sentidos e hincharon sus músculos en un frenesí homicida. Se lanzó sin pensar a la fuente y repartió patadas, llaves y puñetazos, sin reparar en a quien se las hacía ni los daños que causaba o sufría.
Tras un lapsus atemporal, en medio de su ciega furia, vio como ahogaba a Medu en la sangre de sus víctimas y paró, aterrorizado por su comportamiento.
Contempló la habitación, iluminada por el fuerte sol matinal y vio los cadáveres que los rodeaban. Retrocedió hacia el cuarto donde había dejado su ropa y una vez allí, se vistió todo lo deprisa que sus repentinamente doloridos músculos le permitieron. Medu consiguió salir de la fuente y tosió la sangre diluida que había tragado mientras se arrastraba excitada en busca de un arma.
Cuando Iaco salió de la habitación, ya vestido, Medu había conseguido ponerse en pié y sujetaba un estilete con cada mano.
-    ¡Mira lo que has hecho, maldito!-, gimió-. ¿Qué clase de ingeniero eres? ¿Cómo has podido hacerles eso?
-    ¡Mi madre me enseño a defenderme, estúpida!-, gritó
-    ¡Has matado a aquellos que te acogieron!
-    ¿Qué me acogieron?- la interrogó indignado. Mordió su labio con fuerza, conteniendo a duras penas el agrio rencor que surgía en oleadas-. Todo el tiempo que pasamos juntos no fue más que una trampa. ¡Puta perversa!
-    ¿Puta?-, se rió y lloró a la vez-. ¡No entiendes nada, maldito pagano! No importa nada en la vida más que los siete. Los siete círculos del placer ilimitado.
-    ¿De qué estás hablando?
-    De todo lo que has disfrutado aquí, ¡maldito idiota!-, exclamó llena de frustración.
-    ¡Abre la puerta, zorra traidora!-, le gritó Iaco furioso, notando como cada vez le costaba más mantener la cabeza fría.
-    Por encima de mi cadáver-, le gritó furiosa.
Aquella grácil pelirroja se lanzó contra él, tratando de ensartarle ambos estiletes en sus costados. El cuerpo de Iaco fue más rápido y se defendió del ataque con un movimiento fluido que lanzó el cuerpo de su atacante hacia la terraza.
Una parte de Iaco sabía que tenía que terminar. Incapacitarla, arrancarle la información a golpes o con la promesa de golpear. Pero su cuerpo parecía tener vida propia y exhortado por las drogas, golpeaba sin control ni piedad a la desfigurada masa pelirroja que estaba postrada, desnuda e inerte bajo él.
Como una efímera brisa, las brumas de ira que lo cegaban se deshicieron ante una repentina oleada de lucidez, que aprovechó con rapidez para huir de allí. Sin ningún tipo de cuidado utilizó la mano de Medu para abrir la puerta y así poder escapar.
Escapó de aquella pavorosa habitación y recorrió temeroso los elegantes pasillos del ático hasta encontrar un ascensor vacío, que parecía estar esperándolo. Tras la indicación oportuna, comenzó a descender mientras Iaco contemplaba la imagen que le devolvía el espejo del ascensor y temblaba de pánico ante lo que veía.
Su pelo rubio estaba sucio, parduzco por la sangre que lo empapaba. Su ropa manchada, húmeda de sangre ajena. Sus manos despellejadas, heridas por los golpes propinados. Pero lo más aterrador eran sus ojos, con unas pupilas totalmente dilatadas que lo fulminaban desde una cara sonriente y complacida, completamente ajena a como se sentía en ese momento.
Cuando llegó al vestíbulo, intentó escabullirse rápidamente hacia la Plaza Magna, que se veía completamente atestada de curiosos y gente que se había reunido para contemplar el inminente espectáculo. Antes de que hubiese llegado a las inmensas puertas de cristal, varios empleados del hotel comenzaron a gritarla que se detuviese y a lanzarle imprecaciones de las que hizo caso omiso.
Quería parar. Deseaba rendirse y acabar con toda aquella pesadilla. Pero pese a lo intentaba con todas sus fuerzas, su cuerpo se movía solo y no respondía a ninguna de sus imperiosas órdenes. La sensación de ser solo un pasajero en su propio cuerpo se hizo realidad y no pudo más que contemplar las sádicas reacciones de un cuerpo sumido en un frenesí de sadismo.
Uno de los porteros, un musculoso chico de pelo azulado, se lanzó hacia él, intentando placarlo como si fuese un partido de threeball. Pero el cuerpo de Iaco no se detuvo, lanzándose con las piernas por delante hacia una de las aquel chico. Ni siquiera se detuvo, mientras conservaba el impulso volvió a incorporarse con un movimiento de torsión de jitsuo y continuó corriendo mientras los gritos de dolor paralizaban y alertaban a todo el vestíbulo.
Otros dos porteros se lanzaron a por él, justo cuando llegaba a la puerta principal. Se detuvo menos de un segundo y dejó que lo agarrasen mientras su conciencia le gritaba al cuerpo que no lo hiciese. Que no ejecutara aquella llave.
No le hizo caso.
El rojo tiñó los cristales del hotel mientras aquellos porteros se retorcían desangrándose entre agónicos estertores y el cuerpo de Iaco cruzaba los jardines frontales del hotel en una rápida carrera hacia la plaza. Los miles de personas que allí se encontraban continuaban gritando desde hacía horas y reían despreocupadas mientras la fuerte luz matutina se apagaba paulatinamente, al cernirse sobre todos ellos espesos nubarrones negros surgidos de la nada. Discretos números, que flotaban por doquier, alimentaban la expectación al indicar que cada vez quedaba menos.
La creciente oscuridad era desapacible a una hora tan temprana y la gente comentaba expectante la inminencia del espectáculo que se avecinaba. Lo que no sabían era la furia desatada que se había introducido entre ellos. Avanzaba haciendo quiebros rápidos entre la multitud, sin rozar a nadie, sin tocarlos y sin que nadie la advirtiese.
Una voz apremiante gritaba y se debatía en su interior, pero el cuerpo la ignoraba. En silencio se deslizo hasta la base de una estatua y allí se apoyó, impaciente a que los dígitos se pusieran a cero. Mientras la multitud contemplaba el gran monolito pentagonal del centro de la plaza, Iaco solo los observaba a ellos.
Aquel gran monolito conmemorativo que ocupaba el centro de la plaza, comenzó a iluminarse. Líneas de luz rojiza perfilaban sus cinco vértices, haciéndolos destacar en medio de la oscuridad que había envuelto a una multitud cada vez más silenciosa.
Diez gruesos hilos de luz roja surgieron del monolito, alzándose hacia las estrellas mientras la multitud comenzaba a corear una cuenta atrás. Un segundo después eran solo nueve, ocho, siete… A cada grito, uno de los hilos se transformaba en una apagada línea azul apenas visible y el reloj avanzaba otro segundo.
Los dedos ensangrentados de Iaco, apretaron con fuerza sus brazos, mientras el cuerpo se contenía por propia iniciativa y disfrutaba del olor que emanaba de los cada vez más excitados cuerpos que lo rodeaban. La mente de aquel cuerpo, aun lucida pero privada de todo control, notaba como el cuerpo se tensaba y como el corazón palpitaba cada vez más rápido inundado de adrenalina.
-    ¡Tres!... ¡Dos!... ¡UNO! -, gritó la multitud al unísono.
Un grueso rayo de pura luz blanca descendió desde el espacio, perforando las nubes y golpeando el monolito con aparente violencia. Una gran bola de luz cegadora se formó, las nubes comenzaron a retorcerse sobre el monumento y a dejar pasar la claridad que brillaba sobre ellas.
Entre las nubes estalló una tormenta de fuegos fatuos. Las fantasmales llamas de la falsa aurora se retorcían y danzaban en un espectáculo de constantes luces espectrales que abarcaban todos los colores inimaginables en dispar sucesión.
-    ¡Feliz año nuevo! -, podía oírse desde infinidad de bocas en un alegre grito común, mientras el espectáculo de luces se extendía por cientos de kilómetros cuadrados.
Los edificios de cristal, metal y piedra refulgían. Llamas azules, blancas, verdes y rojas lamían sus fachadas y relámpagos azules y violetas saltaban de uno a otro en espectaculares arcos eléctricos. Líneas de luz se reflejaban en ellos con una precisión cuidadosamente planeada, apareciendo y desapareciendo por todo el cielo, ondulando en gráciles curvas y trazando formas geométricas que danzaban, ofreciendo un asombroso espectáculo que continuaría sin interrupción durante las primeras horas del nuevo Año Federal.
Sin embargo la multitud no era consciente aún de lo que sucedía en su interior. Al impactar el rayo sobre el monolito, Iaco asestó el primer golpe. Una chica que no podría tener más de diecisiete años fue golpeada por detrás y su cuerpo dejó de recibir impulsos nerviosos por debajo del cuello.
Antes incluso de que se derrumbase y comenzase a asfixiarse, el canto de la otra mano impactó contra la nuez del chico que la acompañaba, incrustándosela en la tráquea del sorprendido joven que se dirigía a besar a su novia. Solo fueron los primeros. En rápida sucesión aplastó costillas y fracturó cuellos, intentando mantener aquellas muertes en silencio y poder así, matar a más.
Iaco estaba horrorizado. Su cuerpo no solo actuaba por impulsos repentinos, sino que planeaba cada golpe y lo ejecutaba con fría eficacia. Desde que tenía cuatro años practicaba jutsio todos los días, al principio obligado por su madre, que le enseño a buscar los lugares más frágiles de su oponente y explotarlos con eficiencia.
A lo lejos, la multitud seguía contemplando el espectáculo mientras reían, se besaban, bebían, gritaban, bailaban y, en resumidas cuentas, disfrutaban. Pero todos aquellos que estaban cerca de Iaco comenzaron a gritar de aterrorizados, llamando a la policía, llorando o simplemente con gritos histéricos sin sentido.
Mientras el cielo ardía entre hermosos colores y rayos, en la plaza los agentes de policía convergían a la zona donde un loco mataba y mutilaba a inocentes espectadores. Las alarmas habían saltado antes del cambio de año, en un hotel cercano y a aquellas dos muertes registradas por el sistema sanitario, rápidamente fueron seguidas por una imparable sucesión de ellas en cuanto el año comenzó.
Un joven policía lo vio primero, mientras clavaba un puñal en el costado de un hombre menudo. Tras gritar el contacto por su enlace, apuntó y disparó. Era un militar veterano pero tan solo un policía novato recién salido de la academia que, en vez de reaccionar como lo que ahora era, disparó primero y sin advertencia alguna.
La onda concentrada de ultrasonidos lanzó a la multitud al suelo, sin causarles más daño que unas magulladuras. Pero no alcanzó a Iaco. De reojo había visto al policía que le apuntaba y se lanzó de espaldas, esquivando aquel aro de sonido comprimido.
Aterrizó y se levantó sin tan siquiera detenerse, con una ágil voltereta. La resistencia y la fuerza que aún le daban las drogas que recorrían su cuerpo hacían que se sintiese fresco, descansado e invencible. Sin temor se lanzó hacia aquel policía, en busca de armas mayores. Lo hizo con rapidez, decisión y una fuerza arrolladora, pero a diferencia del resto de sus víctimas, el policía estaba preparado y mucho mejor entrenado que Iaco.
Se hizo a un lado sin dificultad y le asestó un contundente puñetazo en la espalda que lo lanzó contra el suelo. Las dos pequeñas agujas que se había desplegado sobre los nudillos del agente hicieron contacto y, además de la fuerza del golpe, una descarga eléctrica recorrió todo el cuerpo de Iaco. Pero lo que hubiese dejado sin sentido a un hombre normal, a él apenas le afectó y se levantó con un rápido giro que logró atrapar al policía.
Se habían enzarzado en una lucha cuerpo a cuerpo, esquivando puñaladas, golpes e intentando propinarlos cuando una muda explosión los envolvió. La nube de gas verde surgió entre ellos y los rodeó en apenas una fracción de segundo, solidificándose antes de que ninguno pudiese tan siquiera reaccionar.
Aquel grumo amorfo y casi transparente envolvía a los dos hombres, manteniéndolos inmóviles en una escena de feroz lucha súbitamente interrumpida. Excepto un par de agentes que permanecían vigilando aquellas figuras inmóviles, el resto realizaba un trabajo más apremiante. Buscaban todos los cuerpos heridos, magullados o inertes y les colocaban un collar metálico, que tras unirse a ellos tomaba el control de sus cuerpos y los mantenía vivos pese a los daños causados por la furia de un demente.
El espectáculo de fuego, rayos y luces continuaba para los ignorantes espectadores que se encontraban lo suficientemente lejos de aquel tumulto. Más efectivos policiales comenzaban a llegar, trasladados desde diversas partes de la ciudad. Se repartieron por doquier, en previsión de una posible estampida o para cubrir los huecos de seguridad que habían quedado. Una vez los heridos fueron evacuados, procedieron a liberar a los prisioneros de aquella prisión de gel solidificado.
Tras reducirlo e inmovilizarlo, introdujeron a un Iaco que se reía a carcajadas en una de las estrechas celdas de los aerodeslizadores policiales. Y mientras el cuerpo se estremecía sin cesar entre agudas y estridentes carcajadas, la voz de un ser racional gritaba dentro de aquel cuerpo alienado. Sin poder ser oída más que en los más profundos rincones de un cerebro asolado por las drogas, la mente integra, cabal y sana de Iaco rogaba desesperada que alguien la ayudase a salir de nuevo a la realidad.