Supervivencia y Evasión


Mierda”, pensé mientras corría sin parar por los oscuros túneles del alcantarillado de la ciudad. “Mierda, mierda, mierda”, pensaba una y otra vez. Las gotas de sangre aún manchaban la tela de la camiseta y la piel de mis puños, pero la suciedad y la mugre cada vez la ocultaba mejor, apenas distinguiéndose ya.

***

- ¡Eres un inútil que nunca llegará a nada! -, gritó mi padre con el aliento apestándole a alcohol -. ¡Eres como tu madre! ¡Un inútil!

Yo no decía nada. No era la primera vez y sus gritos no eran suficientes como para alterarme demasiado. En la Academia podían ser mucho más duros y expeditivos de lo que jamás podría ser un viejo operario de maquinaria pesada.

De todas formas, el que mi madre lo hubiera dejado plantado hacía una semana no me extrañaba lo más mínimo. Lo que me parecía raro era que no me hubiese avisado y, cuando llegué lo único que encontré fue a mi padre borracho y pendenciero, aunque eso si que no me sorprendió en absoluto.

- ¡Maldito crio!-, gritó de repente, lanzando la botella contra la pared- . ¡Ni puta falta que hacéis los soldados! Sois un despilfarro.

- Ya -, musité mientras buscaba algo comestible en aquella mugrienta cocina.

- ¡Podría tumbarte sin problemas, mocoso insolente!-, gritó aún más fuerte.

- No podrías ni aunque tuvieses veinte años menos -, le dije con desprecio sin tan siquiera mirarle-. No me extraña que mamá se largara.

- ¡Maldito ingrato!- , jadeó mientras se lanzaba hacia mí con violencia, intentando estamparme la cabeza contra la pared.

***

“Mierda”, murmuré sin tan siquiera emitir un sonido. Había levantado la pesada tapa de acceso de la alcantarilla con dificultad y la deslicé lentamente hacia un lado. Con cuidado saqué la cabeza y eché un rápido vistazo.

Me quedé tan inmóvil que ni respiraba. Tenía la esperanza de llegar hasta el rio antes de que se diera la alerta. En cualquier momento podría encontrarme con una pareja de policías, que me detendrían apuntándome con sus armas. Y eso solo si no veían antes la sangre en mis manos y me disparaban antes de preguntar. Pero no había nadie.

Con rapidez salí de un salto y permaneciendo agachado, miré rápidamente a todos lados. Cerré la alcantarilla con su tapa y comencé a caminar, primero lentamente y luego cada vez más rápido, hasta que acabé corriendo a toda velocidad. El hirviente sudor empapaba mi cuerpo en aquella gélida noche. Pero no importaba, tenía que llegar al río antes de que se diese la alarma o que amaneciera. Un nombre flotaba delante de un monolito negro, y de un vistazo me orienté y giré por una calle entre dos edificios bajos.

- Un par de kilómetros. Un par de kilómetros más -, musité en voz baja.

“Claro, sin problemas. Solo están vigilados hasta el más mínimo metro. Mierda. Mierda. Mierda”, pensé.

***

Una sombra moviéndose rápidamente sobre los muebles color crema de la cocina.

Un aliento dulce a licor y alcohol cada vez más fuerte.

Un paso pesado, torpe y resonante a un metro de mi espalda.

Reaccioné sin pensar y me dejé caer hacia delante lanzando mi pie derecho hacia atrás. Noté como chocaba contra algo duro y pude oír un crujido apagado tras su impacto.

Pero ese apenas fue perceptible. El ruido que se oyó cuando su cabeza golpeó el borde de la mesa fue mucho más claro y fuerte. Noté como un líquido viscoso y caliente salpicaba mi cara y mi espalda, y vi como una gota roja resbalaba lentamente desde mi frente, justo delante de mi ojo.

***

El agua estaba helada. Literalmente. Un trozo de hielo chocó contra mi costado, rasgándome ropa, carne y arrastrándome casi un kilometro rio abajo mientras intentaba cruzarlo. La mochila de la academia que llevaba puesta, chocaba de vez en cuando contra mi espalda, pero ya apenas la notaba. El frio había entumecido mis sentidos.

Llegué a la orilla opuesta tiritando bajo las lunas llenas. Notaba la arena bajo mis pies descalzos y la fría brisa de la montaña secaba mi pecho. Me sequé como pude con un arbusto y me puse algo de ropa limpia y seca, que saque de la mochila. Por suerte no se había mojado y el agua gélida había conseguido eliminar la sangre de mis manos y mi cuerpo.

Pero no podía entretenerme. Por encima de las montañas el cielo comenzaba a iluminarse, volviéndose cada vez más claro y dorado. A varios kilómetros podía ver el Puente Regis Eliende, y en él un considerable número de policías.

“Ya habrán dado la alarma”, pensé mientras volvía a colocarme la mochila a la espalda, comencé a correr adentrándome en el bosque que comenzaba al lado de la ciudad. No me cogerían, o por lo menos no se lo pensaba poner nada fácil.

***

- ¡Pero qué he hecho!-, dije incorporándome al lado del cuerpo de mi padre -. ¿Papá, me oyes?

No me respondió, pero aún tenía pulso. Y estaba consciente. Me incliné y le taponé la herida de la cabeza, inmovilizándolo con firmeza.

Sus fríos ojos castaños se clavaron en los míos con una frialdad absoluta. Podrían ser los de un pez por la falta de sentimientos que mostraban. Pero poco a poco fueron entornándose en una clara expresión de ira.

- ¡Eres un cabrón! ¡Mira lo que me has hecho!-, intentó gritar -. No llegarás a nada. Morirás sin haber logrado nada. Nunca pasarás de soldado raso y morirás solo en un sucio agujero como este.

Me quedé de piedra. Pensé que era lo único que me iba a decir e iba a llamar a una ambulancia. Pero entonces escupió. Me escupió a la cara, y su saliva sanguinolenta se pegó a mi mejilla.

No pude evitarlo. Todos los años de insultos y gritos. De menosprecios. De borracheras. Todos esas ocasiones vinieron a mi mente y una ira como nunca había sentido invadió mi cuerpo, tensando mis músculos, apretando mis tendones y velando mis sentidos hasta reducirme a una máquina automática de matar.

***

Habían pasado cuatro días desde que había cruzado el río. Aquellos cientos de metros de aguas heladas me habían dejado muy tocado, pero había conseguido salir adelante. Los dos primeros días los había pasado sin dormir, subsistiendo a base de tablas de cafeína, un par de barras energéticas y unas pocas frutas que pude ir recogiendo mientras caminaba. Cuando no podía aguantar más, me sentaba, escondido en los arbustos, entre los riscos o incluso en alguna rama. Si uno sabía dónde buscar no faltaban refugios, y no repetía ninguno.

La pequeña radio de campaña que tenía en la mochila estaba siendo mucho más útil de lo que había pensado en un principio. Mis perseguidores eran muy descuidados, hablaban entre ellos en abierto y sin codificar las transmisiones y eso sin contar con que informaban regularmente de mi búsqueda en las noticias, intentando tranquilizar a la población. Me sorprendió escuchar que se me consideraba altamente peligroso y podía reaccionar de manera imprevisible. Que era capaz de matar con las manos desnudas…

Ya no estaban manchadas, pero no podía dejar de recordar lo que habían hecho. El gobierno me había entrenado para ser un buen soldado. Me habían entrenado para matar. Y también para sobrevivir. Y yo era el mejor de mi promoción en las clases de Supervivencia y Evasión.

Sobreviviría y evadiría. No les pensaba poner las cosas fáciles. Desenrollé el cuchillo de cocina y miré su hoja lisa y su filo, que pronto comenzaría a mellarse. Haría lo que fuese para que no me cogieran.

***

Jadeando y sin aliento, me quedé en la entrada de mi cuarto. De mis puños goteaban pequeñas gotas rojas sobre el suelo de imitación de madera. No me decidía. Una cosa era un accidente, era perdonable. Pero otra cosa era rematar a alguien indefenso en el suelo.

Miré la mochila en el suelo de mi cuarto, aún sin acabar de vaciar y supe que hacer. Huir. Era lo que mejor se me daba, escapar y permanecer oculto. Nadie me encontraría y a la larga, se olvidarían de mí.

Así que agarré aquella mochila negra y empecé a meter en ella todo lo que iba a necesitar: ropa de supervivencia, algunas provisiones para el principio de la huida, botiquín y todo lo que pude encontrar o improvisar que pudiera serme útil. Apenas tardé diez minutos en tenerlo todo preparado y ya estaba listo para salir.

Pasé por encima del cuerpo inerte de mi padre, ahora irreconocible y con la cara desecha en una masa sanguinolenta y salí por la puerta, dejándola cerrada tras de mí. Corrí por los pasillos y bajé por las escaleras de emergencia. No quería cruzarme con nadie en el ascensor y ya nadie subía o bajaba escaleras si no era necesario.

Corrí por el pasillo hacia la puerta de atrás y salí por una ventana que siempre estaba abierta. En aquel patio trasero decidí meterme en la alcantarilla. No me verían alejarme. No sabrían donde estaba y lo más importante, en aquel patio no había sensores de seguridad o cualquier otro sistema de vigilancia que informara de mi paradero.

***

Ciento treinta y dos días. Más de cuatro meses y todas las noches me pregunto si tendría que renunciar a esconderme y volver y afrontar la condena. Sería lo correcto y lo más honorable. Pero ya es tarde. Una y otra vez me repito que es tarde.

“Ya has desertado. Eres un traidor. ¿Acaso quieres volver para que te maten públicamente?”, me recuerdo siempre que me asaltan esas dudas. Tras retrasarme en mi regreso a la Academia había cometido una falta grave. No haber comunicado mi ausencia ni situación la hacía peor. Pero sin duda ahora ya me habrían convertido en desertor.

Mirando el paisaje desde mi refugio, cada vez menos improvisado y permanente, pienso en lo lejos que he llegado. Ya estoy a más de ochocientos kilómetros de mi casa. No conozco la zona, pero eso está cambiando. Parece un valle apartado y solitario. Ni una carretera ni indicios de obras o presencia humana. Ni siquiera he visto un mísero avión o nave de transporte desde hace más de dos semanas.

Le echo otro leño al fuego. No fue fácil, pero había logrado hacerlo sin necesidad de instrumentos, mecheros o equipamiento extra. Hoy comeré una liebre silvestre que cayó en una de mis trampas esta noche. Nunca he cocinado una, pero como las únicas comidas calientes que he tomado desde que me escapé han sido los pescados fritos o a la brasa que había hecho, tengo ganas de probar algo distinto.

La verdad es que aquí no se está tan mal. Aunque por las noches siempre me entren ganas de volver.

***

Doscientos cuarenta y ocho días. Ha sido el cumpleaños más deprimente que he vivido. Sin conocidos, solo un bosque interminable y yo. Además hoy se acabó de romper el cuchillo de cocina que había traído. Aguantó más de lo que esperaba, aunque la verdad es que yo también estoy aguantando más de lo que esperaba.

No sé nada de lo que pasa en mi ciudad, ni si me siguen buscando o lo han dejado. Pero en el fondo me da igual. La radio se estropeó hace tiempo y no fui capaz de repararla. La ropa que traje se está empezando a romper demasiado. Aunque es de buena calidad, lo único que sigue incólume es la mochila de la academia y mis botas militares. Por si acaso he ido guardando las pieles de los conejos que cazo. Puede que tenga que improvisar algo para el frio que se avecina. No sé lo duro que será en esta zona el invierno, pero espero ser capaz de aguantar.

***

Todo está nevado y si no fuese por la capa de pieles que recubre mi traje remendado lo pasaría mal. Las huellas de los conejos son claras, pero cada vez se están volviendo más esquivos. Pero aunque ya no se dejan cazar con tanta facilidad, sigo consiguiendo atraparlos.

“¿Qué ha sido eso?”, me dice una voz alerta en mi cabeza. Había escuchado un ruido extraño tras unos arbustos. “Huye”, gritó la voz. Pero llevo solo demasiado tiempo, y la curiosidad me puede y acabo acercándome reptando.

A varios metros escucho pasos crujientes sobre la nieve. Son cinco, y van muy cargados. Agazapado tras un árbol los observo. Tendrán uno o dos años menos que yo y están vestidos de blanco y con rifles envueltos en trapos del color de la nieve en sus manos.

“Mierda”, pienso de nuevo. “Maniobras de la academia. Mierda de suerte”.

Me alejo en un silencio absoluto. Si de algo me ha servido tanto tiempo solo, es que cada vez hago menos ruido al caminar, o incluso al correr. El único inconveniente es, que aunque no hago casi ruido, si dejo un rastro que pueden seguir.

Antes de poder pensar en qué voy a hacer, escucho un grito de asombro, que rápidamente se apaga. Me echo a tierra y me quedo inmóvil. Solo oigo los pájaros que alzan el vuelo asustados y el riachuelo a lo lejos. Intento recordar que hay en la dirección del grito. Trampas.

“Ahora sabrán que hay alguien por aquí”, pienso desesperado. Lo ignoro y me lanzo aún más rápido, ya sin preocuparme por las huellas, hacia la cabaña. Sin el más mínimo reparo en cómo quedará, reviento la puerta y entro como una exhalación. Cojo lo que me queda de la comida de ayer y la cuelgo de la mochila, que agarro y coloco a la espalda. Ya estoy listo para volver a huir.

***

Los he vuelto a poner sobre mi pista. No me puedo creer que haya sido tan tonto como para no darme cuenta de la estupidez que cometía. Además ahora me buscaban con mucho más interés, porque ahora soy “peligroso de verdad”.

Por lo menos ahora tengo ropa interior aislante, nueva, casi limpia y de mi talla. También me llevé tres cuchillos de combate y supervivencia, un comunicador táctico al que le conseguí quitar el localizador, mapas militares de esa zona del planeta, varias raciones compactas de emergencia… Y un rifle de precisión con mira telescópica con cinco cargadores de doscientas postas cada uno.

Había sido insultantemente sencillo tenderles la emboscada. Se la esperaban, estaba claro por la cautela con la que habían entrado en la garganta. Pero aún así habían caído como unos tontos en las trampas que les había preparado. Los dejé vivir, no tenía sentido matarlos, pero no me importó golpearlos hasta dejarlos inconscientes y de hecho creo que les rompí un par de huesos.

Ahora en el comunicador volvía a captar mucha actividad. Me buscaban. Solo había conseguido dos días de ventaja mientras los pobres chavales intentaban explicar la humillación de ser reducidos por un solo hombre. Pero una vez rescatados, habían dado la alarma por todas partes. En la radio captaba mensajes de equipos de búsqueda, unos más cercanos y otros apenas perceptibles, pero aún así constantes e ineludibles.

Ya no me puedo parar para trampear, reparar un abrigo que se me rompa, trenzar cuerdas o cualquier cosa que consuma un tiempo precioso que ya no tengo. “Por lo menos puedo cazar sin problemas”, pienso mientras coloco el rifle sobre mi mochila, apoyada en la sobresaliente roca de un rico. Con un leve suspiro controlado, le disparo a la cabeza a un lince que asomaba tras una roca. A casi quinientos metros, este se derrumba en el suelo al desaparecer su cabeza y un par de kilómetros más lejos una piedra salta hecha pedazos al dar la posta en ella. “Ya tengo cena”, me digo.

***

“Mierda de deslizadores”. No me gusta estar reaccionando a las acciones de los demás. A los soldados nos enseñan a tener iniciativa y a sobrevivir, pero si sigo como hasta ahora no creo que lo consiga. Aun no me han cogido pese a que ya hace más de dos meses que salí de aquel idílico valle y la primavera comienza a notarse en todos los lados, y más aún en esas laderas soleadas y tan agradables.

“Estate atento”, me digo a mi mismo. Y justo a tiempo. Un deslizador completamente armado asoma por encima de los árboles y avanza veloz. Y también letalmente silencioso. Justo al asomar por encima de los árboles, comienzo a correr hacia el rio que resuena a lo lejos mientras los troncos empiezan a estallar a mí alrededor.

Zigzagueo en el bosque, esquivando rápidamente los árboles y pasando por encima de los arbustos. Apenas si distinguía el deslizador por encima de las frondosas copas, pero ello no impedía que dispararan de vez en cuando y fallaran por poco el tiro. “¿Pero qué hacen? Ya debería estar muerto”, pienso. Y ahora me doy cuenta. No intentan darme. Una trampa.

No lo dudo ni un instante. Mientras corro, agarro el rifle con un rápido movimiento y sigo corriendo. Lo activo y le quito el seguro. Hace más de año y medio que no disparo en movimiento, pero de todas formas, el deslizador ni se inmutaría aunque le atinara de pleno, pero si hay una trampa, habrá tropas de tierra. Y si hay tropas de tierra, por lo menos haré que se cubran.

***

Estoy herido. Ya no tengo el rifle. No tengo la mochila y tampoco tengo comida. Solo un cuchillo de combate, la ropa que llevo puesta, un mapa desgarrado pero que aún funciona y el comunicador, que por suerte llevaba en el bolsillo del pantalón. Salí vivo de milagro.

Entre las dos rocas del risco en el que llevo escondido más de dieciséis días, tengo una clara visión del valle en el que me tendieron la emboscada. Los deslizadores siguen patrullando y varios grupos han estado tanto encima de mí como a mis pies, pero han sido incapaces de encontrarme.

El costado me duele horrores, además me he roto una costilla, tengo cada vez más frio y menos comida. Intento recordar cómo pasó, otra vez, pero soy incapaz de hacerlo. “Tengo que encontrar comida y pronto”, digo para mi mientras de mis tripas sale una especie de gruñido. Con repugnancia miro el único trozo de raíz que queda en la grieta. Son duras y granulosas, y saben a barro, pero por lo menos alimentan. El agua goteaba lentamente sobre una piedra y se acumulaba en ella. Me inclino y le doy un sorbo.

Me quedo quieto de pronto. Algo pasa.

Silencio. Pero no completo. Los pájaros vuelan sin temor, y el bosque se llena de sonidos otra vez. No hay deslizadores, no hay tropas. No sé cómo, simplemente lo sé.

***

“Cuando no te buscan es todo más fácil”. Aun no me atrevo a hacer un fuego, pero si a cazar. Ya casi estoy curado del todo y los equipos de búsqueda se siguen alejando de mí. Tras pensarlo con cuidado he decidido volver al Valle. Solo hay un Valle para mí. Allí me siento seguro y es algo que seguramente no se esperarán.

Ya no consigo captar señales con la claridad de antes. Y eso es bueno. Me alejo de ellos y como ya no me buscan ni llevo mucho peso, en un día puedo hacer el mismo camino que antes me llevó casi cuatro. Un poco más y lo lograré.

Aún así, no me fio. Camino agachado. Me paro a menudo y miro a todos lados. Espero y avanzo. No pasa nada. Sigo vivo. Sigo evadiéndome.

Espero un día entero delante de la garganta. No sé porqué pero no me gusta. Ahí tendí una emboscada. Pero ahora soy yo el que la puede sufrir. Finalmente me arriesgo y la cruzo rápidamente.

Sigo vivo y libre. Mi Valle. Y en la lejanía mi refugio en el risco. No se ve, pero allí está y hacia allí me dirijo sin dudarlo. La puerta sigue rota, tal y como la dejé. Me da igual. He vuelto a mi Hogar.

- Bienvenido cadete. Se lo ha tomado con calma, ¿no cree?-, dijo una mujer con traje de combate. Estaba recostada plácidamente en los que había sido mi catre. En su cara, una gran cicatriz alargada desde el pómulo hasta la oreja, la hacía fácilmente reconocible. Era la general Trimalia-. Tengo una oferta para usted.

***

El duro asiento de la capsula de infiltración me atrapa e inmoviliza perfectamente. No puedo mover ninguna parte de mi cuerpo. La hermosa mecánica de la nave, ensuciada en liquido sellador me sonríe con calidez y con su suave voz me deja un lacónico: “Buena suerte, soldado” y comienza a cerrar las puertas delante de mí.

Solo hay oscuridad. Durante dos semanas y media, flotaré por el espacio y acabaré chocando y entrando en la atmosfera de aquel planeta de fanáticos. El más mínimo fallo me lanzaría a una lenta muerte por asfixia, o me haría arder en pocos segundos. Sé que mi equipo de combate y supervivencia está perfectamente colocado en la capsula, justo detrás y a mi alrededor, ya lo he revisado hasta la saciedad en el camino hacia aquí.

En la oscuridad vienen a mi cabeza los recuerdos de mi Valle. Hace ya tres años que lo vi por última vez. Siempre sería mío, aunque era muy probable que jamás lo vea de nuevo. Y al recordar mi paraíso particular recuerdo como todo se acabó. Recuerdo perfectamente a la general de pie delante del catre y mirándome con frialdad.

- Ha matado a su padre, ha permanecido ausente año y medio, a agredido y lesionado a ocho compañeros de armas... Todo eso ya no tiene arreglo posible. Si lo arrestamos, lo ejecutarán públicamente. Pero si se entrega voluntariamente y sin más resistencia, la justicia podrá ser indulgente con usted.

- No me indultarán… señora-, había dicho en un susurro. Llevaba un año y medio sin hablar-. ¿Qué me harán si me entrego?

- Treinta años de Servicios Especiales… más o menos. Le daremos los detalles si acepta. Tiene cinco minutos para decidirse.

Y me decidí. Me prepararon a conciencia, enseñándome los idiomas, costumbres e historia de aquellos peligrosos fanáticos religiosos. Ahora solo me queda infiltrarme, pasar desapercibido y conseguir información. Durante veintiocho años.

Y en aquel momento, recordé las últimas palabras de mi padre: “No llegarás a nada. Morirás sin haber logrado nada. Nunca pasarás de soldado raso y morirás solo en un sucio agujero”. Cerré los ojos para no ver la oscuridad y mientras la capsula se estremeció brevemente al soltarse de la nave, no pude dejar de desear con todas mis fuerzas que se equivocara.

2 comentarios:

Warja dijo...

Teleportame, Scotty.

Jazzman dijo...

Naaaaa, mas bien sería: Encierrame en un ataud claustrofóbico y hermético y lanzame desde la orbita de marte para hacer un reingreso controlado, suave y preciso...

Star Trek... cuanto bien y cuanto daño le ha hecho a la ciencia ficción. (Gana el bien, pero aún así...)