La Pena Máxima

Aún no había amanecido pero la claridad del alba ya hacía presagiar el cálido y excelente día que se avecinaba. El oscuro tono azul del cielo contrastaba con los anaranjados y tenues jirones de vapor que se desplazaban con una pasmosa lentitud en el horizonte. A lo lejos, apenas si conseguía entrever las copas de los árboles moviéndose acompasadas al ritmo del tenue viento que barría la isla.

Extendí la mano y la coloqué sobre el frio bloque transparente que se interponía entre la libertad y yo. No importaba, pronto me iría de aquel aséptico lugar y dejaría atrás al resto de presos, que permanecerían en aquellas instalaciones hasta que se hubiesen rehabilitado, aunque algunos de aquellos dementes jamás lo conseguirían.

Hacía poco más de un año que me condenaron y desde aquel lluvioso día, otros dos juicios completamente independientes llegaron exactamente al mismo veredicto y condena. No podía apelar a nadie, pero a pesar de ello me sentía extrañamente tranquilo y relajado.

- Preso VSE-00256202, Belçe Buda, Arima -, sonó en mi celda-. Colóquese de espalda a la pared y con los brazos pegados al cuerpo.

La voz era suave, pausada y tranquila, pero aún así me lancé hacia la pared, puse los brazos como en tantas otras ocasiones y continué contando mentalmente hacia atrás. Cuando llegué al cero, mi cuerpo, brazos y piernas saltaron hasta la pared, donde me quedé adherido a más de medio metro del suelo.

Desde allí arriba observé cómo se materializaba una abertura en la hermética sala y por ella entraba aquella pelirroja y menuda doctora en mi aséptica celda. Llevaba meses visitándome todas las semanas y acosándome constantemente con sus preguntas. Mi falta absoluta de entusiasmo para responder sus cuestionarios hizo que su antipatía fuese creciendo de un modo que era incapaz de ocultar, lo que no puedo negar que era una fuente de satisfacción personal. Pero el silencio y el aislamiento habían hecho que poco a poco contestara a todas sus preguntas, hasta llegar a rellenar la infinidad de formularios que traía día tras día.

- Hoy no estoy de humor para contestar a sus ridículos cuestionarios-, dije con la esperanza de que se marchara y me dejase tranquilo.

- No se preocupe -, dijo con el rostro extrañamente serio y sereno-. Hoy no hay ni preguntas ni pruebas.

- ¿Entonces para que ha venido? -, le pregunté irritado-. Estaba disfrutando de una vista magnífica hasta que llegó.

- A despedirme, por supuesto. ¿Sabía que estoy escribiendo un libro sobre usted? -, dijo cruzando los brazos y recostándose contra la pared opuesta-. Aún tengo que recopilar algunos datos más, pero ya está casi completamente desarrollado y espero que, en como mucho medio año, esté listo para publicarse.

- No se lo tome a mal doctora, pero su libro me importa aún menos que usted-, le resoplé mientras volvía la cabeza hacia la ventana y contemplé el bello amanecer sobre la costa-. De todas formas, no me conoce realmente. Solo tiene unas respuestas que le di.

- Es una verdadera lástima que no pueda leerlo, Belçe. Descubriría por si mismo todo lo que sé, aunque lo cierto es que no hubiese logrado recabar tanta información sin la ayuda de su familia. Han sido muy elocuentes y me han aportado interesante información sobre usted.

- ¿Ha interrogado a mis padres?-. gruñí con profundo odio tras apretar los puños pegados a la pared.

- No fue un interrogatorio, más bien una serie de entrevistas a las que accedieron de buen grado-, dijo encogiéndose de hombros con tranquilidad, pese a mis constantes y sutiles forcejeos por librarme de aquella fuerza que me aprisionaba contra la pared-. De todas formas, cuando le enseñé un borrador de algunos capítulos, su madre quedó muy afectada. Creo que aún le quedaban algunas esperanzas de que estuviese enfermo.

- ¿Y que esperaba? -, le grité furioso-. ¡Mis padres no tiene la culpa de lo que hice!

- Es no es del todo cierto. Sin embargo, los que sí que no tienen es ninguna responsabilidad imputable, son sus antiguos amigos de estudios y ex compañeros de trabajo... por lo menos los que siguen vivos, claro -, añadió con un leve gesto de pesar-. Aunque estos no me dijeron demasiado… Por suerte nunca llegaron a conocerle, ¿no?

- ¿Cómo se atreve a decir que mis padres son culpables de algo que no hicieron? –, bramé indignado.

- No son responsables directos de tus actos, es cierto. Pero sí son responsables de su educación, de su desarrollo como persona. Sobre todo dada la gravedad de los actos que cometió durante su mandato como…

- ¡Sé perfectamente lo que hice! -, le grité intentando soltarme sin éxito.

- Intente consolarse pensando que sus condenas serán mucho más leves que la suya. Probablemente solo reciban amonestaciones administrativas. En fin, se ha terminado mi tiempo-, dijo mientras volvía a aparecer la apertura en la celda. Tras una leve, pero perceptible inclinación de su torso, dijo con voz serena -. Adiós, señor Belçe. No ha sido para nada un placer, pero me ha resultado extremadamente útil.

Durante casi toda nuestra extraña relación, había dejado patente su profundo desprecio hacia mis actos y hacia mí. El recibir sorpresivamente tamaña muestra de respeto me dejó tan atónito que fui incapaz de responder o reaccionar. La fuerza que me mantenía en vilo se desconectó, haciéndome caer de rodillas sobre el prístino suelo blanco de mi celda. Lentamente me incorporé y tras una corta armonía, mi desayuno surgió de la pared y se deslizó sobre la mesa con su suave aroma inundando la estancia.

Mi última comida sería aquel desayuno. Cuatro bloques pastosos sin apenas consistencia alineados sobre la bandeja y un vaso con un líquido naranja era todo lo que me darían. No me importaba, aquello no estaba nada mal, los trozos de la bandeja eran realmente crujientes y el líquido saciaba la sed dejando un agradable regusto en el paladar.

Mientras la servilleta manchada, el vaso vacío y el tenedor se deshacían en un vaho incoloro, volví a colocarme frente a la ventana y esperé, no podía hacer nada más. Mi condena también incluía un aislamiento casi total de la sociedad, lo que desgraciadamente abarcaba todo tipo de entretenimiento o recibir cualquier noticia. Pero el saber que mis padres tendrían que pagar por mis actos me atormentaba. Mi destino se acercaba y lo sabía, pero mis padres no merecían sufrir ni la más mínima fracción de lo que lo haría yo, aunque lamentablemente tendrían que hacerlo. Y eso hizo que me removiese inquieto en mi celda.

Aunque los primeros días casi me volví loco en aquel silencio sepulcral, poco a poco había aprendido a apreciar la calma y la paz que me permitía meditar durante días enteros. Pero hoy, con la inminencia del fin y las palabras de aquella maldita doctora grabadas a fuego en mi cabeza, ya no podía disfrutar ni de la calma de la celda ni de la belleza del paisaje de mi ventana.

A media mañana y tras caminar sin descanso por la celda, comencé a sentirme cansado. Demasiado cansado. Mis ojos trataban de cerrarse pero conseguí dejarme caer en el camastro antes de sumirme en aquella profunda oscuridad sin sueños. Cuando volvía a abrir los ojos me encontré completamente inmovilizado en una sala donde la oscuridad me atenazó hasta que repentinamente, una cegadora luz blanca cayó sobre mí. Tras varios minutos de completo silencio, las imágenes de nueve jueces se materializaron en lo alto de la estancia y me contemplaron desde su majestuosa talla con infinito desprecio. Con una potente y resonante voz, uno de ellos proclamó:

- Arima Belçe Buda, Ciudadano Federal de meritos clase Regis Tercia, natural de Titania Delta, sita en Lare8E y nacido el 24 del 10 del año 1004. Tres triunviratos judiciales independientes le han encontrado culpable de todos los cargos presentados contra usted por…

Durante varios minutos enumeró los acusadores, cargos y las penas que me habían impuesto por cada uno de ellos. No necesitaba que me recordaran aquello, pero el protocolo era el protocolo. No podía culparlos por el desagrado que se reflejaba en su voz. Los Regis soportábamos el peso de las decisiones de la Federación y el que uno solo de nosotros no fuese completamente desinteresado, justo y objetivo no solo era intolerable, sino que ponía en entredicho los cimientos de nuestra sociedad y la asignación de castas.

¿Cómo tolerar lo que hice? ¿Cómo tan siquiera concebirlo? No estaba loco o enfermo, eso quedó demostrado por las pruebas a las que me sometieron durante los tres juicios. Lograron probar que lo había hecho tras una cuidadosa planificación (y yo mismo acabé por confesarlo con todo detalle).Terminar con las vidas de cientos de personas, destrozas las de miles, truncar el trabajo y los esfuerzos de varias generaciones, el futuro de todas aquellas personas… Todo a cambio de nada. Todo para acabar allí tumbado.

La resonante voz se sumió en el silencio, que cayó sobre mí durante unos segundos y, tras un lapso que se me antojó eterno, cuatro figuras blancas embutidas en herméticos trajes de un azul celeste inmaculado, aparecieron en mi campo visual dejándome ver mi reflejo desnudo en sus opacos visores.

- Arima Belçe Buda. ¿Desea pronunciar unas últimas palabras antes de proceder?

- Noblesse Oblige-, dije con voz clara y altiva en aquel idioma casi olvidado. Llevaba un año pensando en que decir y esa frase resumía perfectamente la filosofía de nuestra casta, así que me pareció adecuado citarla.

- Hoy, a las 20.30 horas del día 22 del 4 del año 1059, ante los jueces que lo han condenado, testigos designados por el Consejo Judicial, en emisión pública y ejemplar a toda la Federación comenzará la expiación de su crimen tal y como se ha prescrito -, proclamó el juez central tras unos segundos de silencio.

- ¡Ante la ley, con la ley, por la ley! -, clamaron el resto de los jueces presentes al unísono mientras palidecían levemente-. ¡Procedan!

Una larga y gruesa aguja penetro por mi cuello y noté como se introducía profundamente entre mis vertebras. Poco a poco un frio cortante se extendió por mi espalda primero, todos mis nervios después y finalmente, mi cabeza. No era doloroso en absoluto, solo desagradable.

- Infiltración neuronal completa-, apenas pude oír.

- Receptores activos. Tenemos una señal clara-, indicó otro con serenidad y tras unos segundos de silencio dijo-. Activen sondas.

Y grité. Grité al notar un dolor inhumano e imposible de resistir, pero aún así no me desmayé, no me dejaron. Mis músculos trataban de moverse con furia, pero sin lograrlo. Perdí el control de mi cuerpo, llenando toda la sala de un intenso y nauseabundo olor que solo yo podía notar. Seguí gritando hasta que la voz se me quebró y, pese al tiempo que pasó, el dolor no se atenuó ni un ápice.

Y todo cesó. No sentí nada. Ni peso, ni dolor, ni calor, ni frio, ni hambre… nada. Una calma absoluta. Pero esa calma y serenidad duró apenas unos instantes.

Rompí a llorar desconsolado, lleno de la tristeza más absoluta y una oscura desesperación. Noté como las lágrimas se deslizaban por mis mejillas y mi cuello. Su calor ardiente contrastaba con el frio sudor que aún tenía adherido a mi piel.

Estallé en carcajadas lleno de una dicha completa y sin transición. Mis mandíbulas me dolieron, casi desencajadas, y mis pulmones se quedaron sin aire, pero la risa no cesaba. Me asfixiaba pero seguí riendo sin cesar.

Sin poder impedirlo, fruncí el ceño con fría determinación y concentración en mí mismo. Noté cada pliegue de mi piel flotando en la nada, cada pequeño pelo de mis brazos o como la incipiente barba brotaba lentamente en mi rostro.

Quedé cegado por una luz brutal, noté como mi piel ardía y se derretía sobre mis huesos, mis músculos se tensaban carbonizándose y todo mi ser se consumía en el fuego de una estrella.

Con el tiempo noté como me ahogaba, como me congelaba, como forzaban mis músculos hasta que parecían separarse de mi cuerpo. Tuve múltiples orgasmos consecutivos y fuertes nauseas, arcadas, cefaleas, escalofríos e intensos dolores internos.

Pero entre el palpitar de mis sienes, las arcadas, nauseas, dolor, alegría y todo lo que me forzaban a sentir, lo que sabía vana esperanza surgió en mi mente. La esperanza de morir prematuramente, la esperanza en que mi cuerpo no pudiese soportar semejante castigo.

Pero sabía perfectamente como acabaría todo. Ajustarían cada parámetro de las pruebas de tal manera que aguantara vivo durante semanas, hasta el momento en que no pudieran obtener más datos de mis campos neuronales y de mi sistema nervioso. Tras eso, comenzarían a experimentar con el resto de mi cuerpo, avanzando y analizándolo hasta llegar, finalmente a la última prueba, una vivisección integral.

Todo en aras de la mayor comprensión de la mente, del cuerpo humano… y para castigarme, por supuesto.

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