La
vida de un pirata es muy desagradecida y peligrosa. Nunca puedes fiarte de
nadie ni de nada y toda palabra o acción puede ser el preludio de una traición.
Las épocas de gran escasez no son raras y son sucedidas por temporadas en las
que se nada en la opulencia más inimaginable, que inevitablemente vuelve a
tornarse penuria al llegar a su fin el botín, malgastado sin remedio por los
impulsivos y efervescentes tripulantes y mercenarios.
Todos
tus supuestos amigos no son más que un atajo avaricioso e insaciable de
hambrientas bestias sanguinarias. Da igual si lo muestran abiertamente o no,
siempre acaban conspirando y traicionándote miserablemente en cuanto se
presenta la oportunidad.
En
mi juventud fui un temido capitán pirata. Bueno, en realidad no fui tan temido,
simplemente fui uno como tantos otros. Pero no os contaré la historia de mi
ascenso, dominio y saqueos en el crucero pirata Law. Mi historia comienza
precisamente cuando lo dejé. Por aquélla época tenía veintiocho años y llevaba
al mando de la Law casi dos.
Dos
años de victorias y derrotas alternas, con ganancias y pérdidas que se sucedían
a un ritmo vertiginoso. En una de esas épocas de escasez, los mismos compañeros
y tripulantes que me habían apoyado en cuanto me hice con el control, se
alzaron contra mí y me sorprendieron con la guardia baja mientras dormía en mi
camarote.
No
me hicieron dar el pequeño paso o me torturaron, simplemente me quitaron todo
adorno de rango y me abandonaron a mi suerte en uno de los salvavidas. No lo
parece, pero es una horrible forma de morir. Lenta, desesperante e ineludible.
El aire no era mi preocupación, los sistemas de mantenimiento eran buenos y la
completa ausencia de comida no era el verdadero problema. Sin embargo el vacío
estelar y la ausencia de agua, si lo era.
No
me habían abandonado solo, sino que lo habían hecho con una de mis esclavas.
Una que me había pertenecido desde incluso antes de ser uno más de los piloto
de cazas de mi tío. Una esclava como esa no les hubiese reportado ningún
beneficio o ventaja, así que se libraron de ella sin tan siquiera tener que
mancharse las manos.
Me
gusta pensar que fue precisamente Elisa la que evitaba, con su mera presencia
que abandonara la esperanza y me rindiese a la tentación de tirar de la palanca
y dejar que la descompresión y la asfixiante sensación del vacío de la nada
acabaran rápidamente con todo. Su apagada voz susurraba incongruencias en mi
oído mientras me abrazaba intentando tanto dar, como conseguir el suficiente
calor como para no morir por el frío que se filtraba desde las paredes.
Me
gusta pensar eso, aunque tal vez tan solo era la estúpida obstinación por
sobrevivir que los hombres de verdad tenemos o la furiosas ansias de venganza
que me embargaban. En realidad da igual el por qué. La negativa a rendirme, a
destapar el cierre, abrir la tapa, quitar el seguro y tirar de la palanca que
habría hecho saltar la compuerta fue lo único que en verdad importó.
Todas las probabilidades estaban en contra de
lo que pasó. Nos habían abandonado entre saltos, en el vacío interestelar,
donde las naves apenas si estaban unos pocos días mientras preparaban el
siguiente salto. Pero otra nave apareció en silencio. No la podía ver, no tenía
ventanas y la cámara del exterior apenas tenía unos pocos aumentos. Pero el
inconfundible parpadeo intermitente de uno de los paneles indicó claramente que
sus sensores activos se nos habían acoplado.
Elisa
me sonrió esperanzada por la nueva oportunidad de supervivencia. Sin embargo,
en cuanto cerró los ojos y se apoyó contra mi pecho, la funesta idea que se
había asentado en mi cabeza hizo que la sonrisa que había exhibido antes se
desvaneciera y fuese sustituida por una gran preocupación. El espacio es hostil,
nunca sabes con quien te vas a cruzar y con un puerto comercial a tan solo un
salto, las opciones eran o que nos topáramos con un carguero, que nos vendería
como esclavos o con unos piratas… que seguramente harían lo mismo.
Sin
embargo, cuando los choques y vibraciones se extendieron por toda la cápsula,
no pude sino sentir un temblor de incertidumbre en el cuerpo de Elisa,
tensándose mis músculos intentando estar preparados para cualquier
contingencia. Mi corazón parecía desbocado con tanta adrenalina como fluía
ahora por mis venas, así que la sorpresa fue mayúscula.
Al
abrirse la compuerta desde el exterior, un cálido aire nos golpeó en la cara y
envolvió nuestros cuerpos, confortándonos tras casi cuatro días de un cortante
frío. Pero no aparecieron armas o nadie echó un vistazo en el interior. Solo
una firme pero agradable voz pronunció unas palabras en federal. Mi modesto
conocimiento del idioma solo me permitió comprender una de las palabras:
“identidad”.
Si
respondía en corso[1]
me encarcelarían, interrogarían y finalmente me matarían sin piedad. Pero
necesitábamos ayuda y confié como tantas otras veces en Elisa, que comenzó a
hablar fluida y rápidamente en el idioma de los estirados. Mencionó mi nombre,
seguido por el suyo y una serie de frases de las que solo me pareció entender
otra palabra, muy parecida a “auxilio”. Me miró y tras murmurarme lo que tenía
que decir lo repetí con voz alta y tratando de que la dicción de aquella frase
fuese exactamente la misma.
La
voz pareció intrigada y con curiosidad continuó el intercambio de frases y
palabras a gran velocidad. Elisa las respondía a una velocidad similar con los
labios agrietados por los días sin agua, pero sin ocurrírsele pedir nada para
sí.
Desesperado,
cada vez más furioso y espoleado por la sed, no pude reprimirme y finalmente
grité unas de las pocas palabras que conocía en federal, profiriéndolas tan
fuerte como mi reseca garganta me permitió:
- ¡Agua, por
favor!
Nadie
nos respondió, pero pocos segundos después un par de bolsas de agua flotaron
lentamente hasta nosotros, que agarré con avidez y agilidad. Le tendí una de
las raciones a Elisa, mientras le decía que solo se la tomara lentamente y esperando
un rato entre trago y trago o le sentaría mal. Así lo hizo y calmamos poco a
poco la sed sintiéndonos cada vez mejor.
La
voz volvió a resonar esta vez en corso, conminándonos a salir con lentitud y
las manos visibles y en alto, cosa que hicimos de inmediato. Cuatro figuras
grisáceas nos interceptaron por la espalda y nos inmovilizaron con rapidez y
firmeza. Repentinamente la oscuridad se cernió sobre mí y, por los gemidos
asustados de Elisa, supe con certeza que también a ella le habían colocado una
bolsa negra en la cabeza.
Noté
como abandonaba la zona de gravedad nula, pero en vez de tomar pie, me
zarandearon mientras me transportaban en los hombros de un soldado de gruesa
armadura, como si fuese un fardo. Me depositaron en un blando sillón, que se enderezó
e incorporó hasta dejarme en una cómoda postura. Cuando me quitaron la capucha
que llevaba, pude ver una sala vacía, completamente negra y a una mujer
recostada tras un escritorio también vacío.
- ¿Cuál es su
nombre, nave y puesto?-, preguntó fríamente en un corso con un acento que no
acerté a localizar.
- Soy Jack
Srinvich. Del crucero independiente Law-, dije con algo de altivez-. Ex
capitán.
- ¿Quién es
la mujer que lo acompañaba?
- Se llama
Elisa, en una ocasión mencionó que se apellidaba Lupo y algo más. Era una de
mis esclavas personales -, dije, pero tras ver la gélida mirada que me arrojó,
me obligué a continuar a modo de explicación-. Fue un regalo de infancia que no
podía rechazar. Lleva conmigo casi veinte años.
- ¿Admite
entonces que es su esclava?-, dijo con una frialdad que hizo bajar la
temperatura en la habitación-. Su nombre completo es Elisa Lupo Kenshö,
ciudadana federal pivum duodécima, nacida en Ferdinal.
- No lo
sabía-, dije intentando disimular el temor que sentía -. Fue un regalo…
- ¿Por qué su
esclava ha pedido protección para ambos y amparo para usted, señor Srinvich?-,
dijo frotándose los ojos con dos dedos y dejando claro que la situación la
exasperaba-. ¿Se lo ha ordenado? ¿Entiende plenamente lo que le ha pedido que
haga?
- Ha sido
idea suya, pero estoy de acuerdo con ella.
- ¿Por qué?
- Porque mis
tripulantes se amotinaron y me echaron por la borda para que muriese a la
deriva-, dije reprimiendo la furia que me producía su prepotencia-. Porque no
quiero que me fusilen, o maten, o lo que sea que les hacen a los que intentamos
sobrevivir en el abismo. Les pido protección, porque estoy furioso con lo que
me hicieron y quiero que los destrocen… Se la pido, a fin de cuentas, porque no
tengo otra opción-, finalicé respirando hondo y calmándome, tras notar que
había comenzado a gritar-. Y tengo esperanzas en que la información que poseo
baste para comprarme cierta protección.
- Típico-,
murmuró. Se incorporó y me encaró con firmeza-. Señor Srinvich. No somos unos
mercachifles como ustedes, que le ponen un precio a todo y para quienes todo
tiene un precio. De todos modos acaba de dejarme claro que no entiende en lo
que se ha metido.
- Entonces,
por favor explíquemelo-, dije algo intrigado por su falta de interés en la
información que poseía sobre la Law.
- Ante todo
ha de saber que si que tenemos cierto interés en la información que posee. Pero
nos la dará, sin oponer resistencia, sin distorsión y sin omitir el más mínimo
detalle-, puntualizó sin el más leve atisbo de duda o malicia. Simplemente lo
enunció como si fuese una ley física-. Pero eso no influirá en absoluto. ¿Qué
es lo que pretende conseguir?
- No
comprendo-, dije de manera entrecortada por la impresión.
- ¿Qué qué
quiere lograr?-, dijo frunciendo el ceño molesta-. Sé cómo piensan las personas
como ustedes. Dígame, ¿qué es lo que piensa obtener bajo el amparo de la
Federación?
No
lo sabía, así que me quedé en silencio un buen rato. Mi interrogadora no se
molestó en apremiarme, limitándose a permanecer en un silencio expectante
mientras me miraba contrariada. Comencé a pensar en qué podía pedir. No me
concederían una nave interestelar y de todos modos, así tampoco obtendría mi
venganza. Lo único que la garantizaría sería permanecer en la seguridad de la
Federación, alentando y ofreciendo fragmentos de información y así persuadirlos
para que acabasen con los traidores ocupantes de la Law.
- Quiero
permanecer en la seguridad de la Federación y vivir en paz-, dije finalmente y
mientras me sentía como un hipócrita. ¿Cuántas veces me había burlado de los
estirados y de su arrogancia, o de su soberbia, o de la desesperante
indiferencia con la que masacraban o destrozaban a los que se interponían en su
camino?
- Obviamente
lo que quiere es poder vengarse de los que lo traicionaron-, dijo
descuidadamente tras realizar un breve gesto con su mano sobre la mesa añadió-.
No importa.
Noté
un ligero viento en la cara y caí repentinamente en la inconsciencia,
despertando en la suave y blanda repisa de un camarote sin muebles de ningún
tipo. No tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado, pero tenía hambre y me
dolía terriblemente la cabeza. Casi de inmediato, un soldado abrió la puerta y
entró con una bandeja que desprendía un apetitoso aroma.
Me
habían quitado toda la ropa, armas y cualquier otro objeto que portaba, hasta
los que había escondido bajo la piel o en las cavidades, artificiales o no, de
mi cuerpo. Me veía obligado a llevar un traje holgado y de una sola pieza, de
un brillante naranja que relucía tenuemente en la oscuridad. El tiempo
transcurría lentamente y solo podía medirlo por el intervalo entre una comida y
la siguiente.
En
alguna ocasión noté una ligera desorientación, tan leve que la primera vez
pensé que no había sido más que una ilusión. Sin embargo, con la segunda estuve
seguro de su existencia y tras la tercera estaba maravillado. Eran los saltos
más suaves que jamás había sentido, de una precisión exquisita y que se
sucedían a un ritmo que habría sido imposible para mi antigua nave. Mientras
miraba al techo me di cuenta del abismo tecnológico que había entre aquella
nave federal y las carísimas e inalcanzables naves de gama alta de los
astilleros que conocía.
Mientras
esperaba una de las regulares comidas, uno de los mamparos de la habitación se
convirtió en una pantalla que me mostró el espacio. Un recuadro llamó mi
atención sobre un minúsculo punto, que se transformó en la imagen de una nave,
que continuaba con su rumbo sin percatarse de la presencia de la nave federal.
Tras
varios minutos, un apagado destello azulado ocultó una buena parte de la nave y
una espesa nube se adhirió a sus escudos, oscureciéndola entre jirones de polvo
y gas que se entrecruzaban a su alrededor, girando y danzando en hermosas
hélices espirares. Pude ver como maniobraba intentando alejarse, pero un fuerte
destello blanco se materializó al estallar el torpedo directamente sobre su
casco. Pude ver como el exterior se deshacía en pedazos y como las explosiones
secundarias cruzaban el casco, desgarrando y deshaciendo la nave en infinidad
de pequeños fragmentos.
La
pantalla se apagó, pero no antes de mostrarme como los salvavidas salían
disparados de la Law y esta se
desintegraba en una silenciosa cadena de explosiones. Había llegado a pensar
que la información que les pudiese dar me granjearía puntos a favor, pero no
solo habían sido capaces de rastrearla durante más de tres saltos, sino que la
habían destruido sin malgastar un torpedo y sin tan siquiera ser detectados.
Sabía que me habían mostrado aquella silenciosa batalla como un mudo insulto especialmente dedicado.
Intentaba
calcular el paso del tiempo, pero no podía saber si llevaba allí encerrado
quince o veinte días, aunque finalmente volvieron a reclamarme. En esa ocasión
pude apreciar la urgencia del soldado, que me escoltó arma en ristre a una sala
de un aséptico e inmaculado blanco. En una de las camas que había tras un
grueso panel transparente, pude ver a Elisa tumbada e inmovilizada con una fina
banda de tela que la envolvía. Sus ojos estaban rojos, rodeados por unas
profundas y oscuras ojeras. Se revolvía en la camilla, intentando zafarse con
las pocas fuerzas que le restaban mientras abría los resecos labios en los que
pude leer mi nombre.
Giró
los ojos, los abrió desmesuradamente al verme en la puerta y sonrió mientras
con su mano intentaba asirme, sin poder despegarla tan siquiera de su cuerpo.
Noté como respiraba con fuerza intentando olerme, oírme, tocarme y sabía a
ciencia cierta que, si pudiese hacerlo, también trataría de saborearme.
- ¿Qué le ha
hecho?-, dijo una voz a mi espalda. Era la interrogadora del otro día y parecía
molesta. No le respondí y continué pegado al cristal, para que Elisa pudiese
verme bien-. No deja de repetir su nombre y pedir estar con usted.
- Tiene el
síndrome de abstinencia-, le respondí escuetamente.
- ¿De qué? -,
preguntó con firmeza.
- De mí.
Elisa
había sido condicionada a mí con tan solo diez años, apenas si me la había
regalado cuando mi tío, con curiosidad por la dureza del proceso y su
fiabilidad, hizo que le inyectaran el retrovirus de condicionamiento
fisiológico. Le había salido gratis, ya que la corporación que lo hizo esperaba
que pagase por condicionar a varios cientos de esclavos para él y muchos de sus
subordinados.
Desconocía
cómo funcionaba, pero el resultado de ese proceso era evidente. Al estar cerca
de mí su estado anímico era normal, pero conforme pasaba tiempo alejada de mi
lado este decaía. Tras dos semanas no podía pensar con claridad y le asaltaban
dolores de cabeza, comenzaba a delirar a la tercera, finalmente entraba en un
estado letárgico, que rápidamente degeneraba en un coma cada vez más profundo,
llegando finalmente a la muerte.
- ¿Qué piensa
hacer para ayudarla?
- No conozco
los detalles, pero mientras yo esté cerca de ella y dejen que interactúe
conmigo estará sana-, le dije mientras apoyaba la palma de la mano contra el panel
transparente-. Nunca había estado tanto tiempo separada de mí.
- Y con
interactuar sin duda se refiere a tratarla como un objeto para su propio
placer-, dijo con una nada fingida desaprobación.
- No se
equivoque-, aseveré molesto-. Obtiene un gigantesco placer si hay intercambio
de cualquier fluido y es posible que así se recupere más rápido, pero no es
necesario. Aunque tarde más, bastará mi olor y mi tacto para calmarla.
- No me
sorprende-, dijo indiferente-. Pero no me ha contestado, ¿qué piensa hacer por
ella?
- ¿Nos
concederán a ambos protección? -, repuse secamente y mientras apoyaba una mano
al panel.
- Sigue sin
sorprenderme. Continúa pensando como un mercader, pero yo no tengo potestad
para conceder lo que pide-, dijo tras un suspiro que se podría haber confundido
fácilmente con una risa. Tras girarme molesto hacia ella me percaté de que
estaba boquiabierto, y rápidamente repuso-. No se preocupe, todo a su tiempo.
Ahora, haga algo.
- Déjeme
entrar-, dije apesadumbrado y mientras reprimía el ansia de volver a estar con
Elisa cuanto antes.
Durante
el resto del viaje solo pude estar con ella unas pocas horas al día, siempre
bajo la atenta mirada de un soldado armado, aunque no me cabía duda alguna de
que médicos, soldados u oficiales nos vigilaban constantemente. Al principio
solo la veía en lo que deduje era la enfermería de la nave, aunque en cuanto la
abandonó nos hicieron reunirnos en la oscura sala de interrogatorios.
En
un par de ocasiones la fría interrogadora, de la que nunca llegué a saber el
nombre, nos entrevistó a ambos. Generalmente hablaba en corso, pero lo
alternaba con el federal a menudo y de improvisto, pese a los denodados
intentos de Elisa de que la conversación se desarrollase íntegramente en corso.
Sin
embargo siguieron tratándonos como a prisioneros a ambos hasta que llegamos a
una de las bases federales. Una mañana desperté, agotado, empapado en sudor y
con el vago recuerdo de largas e intensas pesadillas. Cuando me incorporé, pude
ver que estaba en una celda de un tamaño y color similar, pero con una
configuración completamente distinta, poco después una firme y autoritaria voz
masculina hizo que la somnolencia que sentía se disipara de golpe. Una puerta
se abrió en una de las paredes y la voz me ordenó con firmeza que la
atravesase, guiándome después por una serie de pasillos hasta llegar finalmente
a una sala fuertemente iluminada, con tan solo una mesa y dos sillas enfrentadas
como único mobiliario.
- ¡Siéntese!-,
ordenó la voz con firmeza.
Obedecí
ocultando mis leves temblores con gestos firmes y en cuanto lo hice, una puerta
apareció en uno de los laterales y por ella entró Elisa. Llevaba un traje largo
y claro, con un sencillo dibujo de flechas estilizadas y entrecruzadas que
realzaban sus curvas. Se acercó caminando con un tenue contoneo y sin tan
siquiera dirigirme la palabra agarro el respaldo de la silla, se sentó y
recostó con los ojos entrecerrados.
- ¿Qué ha
pasado, Lis?-, pregunté en voz baja. No se había acercado a mí, ni había
tratado de tocarme como siempre hacía. Como no reaccionaba continué haciéndole
preguntas-. ¿Dónde estamos? ¿Qué has averiguado?
- Han pasado
más de doscientos días desde la última vez que nos vimos, Jack-, dijo
secamente.
- Imposible,
tu cuerpo no hubiese aguantado tanto-, exclamé incrédulo-. Ha sido una noche
llena de pesadillas, pero solo una noche.
- Han sido
doscientas dieciséis noches, Jack. Ya no estoy condicionada-, añadió tras un
silencio durante el cual sostuvo mi mirada como nunca se había atrevido a hacer
y supe con certeza que decía la verdad.
- ¿Y ahora, qué?-,
le dije sin apartar la vista de sus ojos marrones, que por primera vez se veían
gélidos y desafiantes.
- Las tornas
han cambiado, ¿no crees?
- Si. Ahora
soy yo quien está en tus manos-, dije con una sonrisa de resignación-. ¿Qué
piensas hacer conmigo, ahora que eres de nuevo libre?
- Lo he
pensado mucho, pero aún no me he decidido. He pasado más de la mitad de mi vida
como esclava. Como tu esclava-. Tras una larga pausa, finalmente apartó la
mirada y dijo -, ¿recuerdas cuando nos conocimos?
- Si, lo
recuerdo. Llevabas un mono raido y apenas si podías contener las lágrimas-, le
contesté recordándolo como si no hubiese pasado el tiempo-. Recuerdo que en
cuanto nos quedamos solos te pregunté a qué querías jugar.
- Si. Y tu
tío te dio una paliza por preguntar en vez de ordenar-, dijo mientras me miraba
de reojo con una leve sonrisa.
- ¿Te
dolió?-, pregunté rompiendo el incómodo silencio que se había asentado entre
nosotros. Desvié la mirada e intenté disimular la preocupación con un tono
sombrío-. Lo que te hicieron para des condicionarte, ¿fue peor que el propio
condicionamiento?
- No. Bueno,
esta vez apenas si me dolió-, dijo mirando a la mesa incómoda.
- Lo siento,
en serio.
- Ya. En
realidad no fuiste tú quien me condicionó-, murmuró. Alzó los ojos y me miró
otra vez fijamente y casi sin parpadear-. Me dijiste que le disparaste a tu tío
en Tokogo, ¿no?
- Si-,
pregunté extrañado por el repentino cambio de tema-. Te lo dije.
- ¿Por qué me
mentiste? Sé que lo torturaste y dejaste que se asfixiara lentamente en una de
las cámaras de descompresión.
- ¿Cómo…?-,
intenté decir, pero me cortó de inmediato.
- ¿Fue por lo
que me hizo aquella noche? -, preguntó secamente-. ¿Sabías como acabaría todo?
- Se merecía
eso y mucho más-, murmuré-. ¿Cómo te has enterado? No se lo he dicho a nadie y
estoy seguro que nadie me vio.
- No creerás
que solo has estado inconsciente durante todo este tiempo, ¿no? Te han
interrogado a diario, lo mismo que a mí. Ya nos queda muy poco por contarles.
- ¿Qué va a
ser de ti?-, pregunté tras un buen rato de silencio. Creía saber lo que me iba
a pasar, y lo había acabado por aceptar sorprendentemente bien-. ¿Qué harás
ahora?
- Soy de
nuevo ciudadana federal… bueno, no del todo aún. No sé qué voy a hacer-,
admitió de mala gana y con un quiebro de desesperación en la voz-. Seguro que
aún me tendrán años en observación.
- Seguro que
te irá bien, no te preocupes-, la intenté tranquilizar, sintiéndome muy torpe.
Tras otro largo silencio pregunté-. ¿Por qué les pediste amparo para mí? Si les
hubieses dicho lo que eras desde el principio, te hubiesen tratado igual… y sin
duda te hubieses librado de mí mucho antes.
- Idiota-,
soltó con una tenue sonrisa, se levantó y se fue de la sala rápidamente y sin
decir nada más.
En
cuanto salió, me condujeron de nuevo a la celda, donde me aguardaba un delgado
y extraño folleto escrito tanto en corso, como en federal. En su portada
aparecía un escueto: “Código de Amparo”. Abrí el libro y conforme pasaba las
páginas estas cambiaban y parecían no tener fin. Extrañado miré el índice y
pude comprobar la desesperante longitud de ese documento. Suspiré y comencé a
hojearlo hastiado.
No
volví a ver a Elisa, que se marchó de aquellas instalaciones un par de días
después y aunque continúo recibiendo mensajes suyos con cierta regularidad, la
extraño. Según me cuenta, le va bastante bien con su libertad. Ahora trabaja
como auxiliar mecánica en uno de los astilleros orbitales de Ferdinal y al
parecer es bastante popular entre sus compañeros.
Gracias
a ella, me concedieron el amparo, y aunque no fue lo que me esperaba era sin
duda mejor que el destino que sufrieron los traidores que me habían abandonado
a mi suerte y fueron capturados. Acababan de concederme cierta libertad de
movimiento cuando, vagando por uno de los pasillos me crucé con mi antiguo
contramaestre, que se acercaba hacia mi vestido con el mono naranja de los
prisioneros. Tenía la mirada vacía y la cara petrificada en un gesto
indiferente, pero en cuanto me vio se paró en seco y se apartó de mi camino
pegándose a la pared e inclinando la cabeza.
Cuando
pregunté que les pasaría a los prisioneros, me quedé helado. Siempre se habían
contado historias horribles de los estirados y de lo que hacían con sus
prisioneros. Las brutales torturas en las que finalizaban los experimentos a
los que los sometían una vez despojados de la información, eran fuente de
historias y leyendas que se contaban en todos los navíos del abismo. Pero la
realidad, al parecer era más sutil pero en ningún modo mejor. Enterraban todo
rastro de la persona bajo un fuerte condicionamiento e implantes cerebrales,
relegando al ocupante original a ser un mero observador, plenamente consciente
pero sin control alguno sobre su cuerpo. Un cuerpo que, sin duda se emplearía
como espía y que haría todo lo que le ordenaran sus distantes amos.
Permanecí
años moviéndome entre instalaciones militares, donde me “educaron”, aunque más
bien se podría decir que me estaban civilizando. Su sistema social, las castas,
sus leyes, sistemas de gobierno y económicos… Todo era nuevo para mí, y aunque
la mayoría de las veces lo comprendía sin problemas, en otras estaba
completamente en desacuerdo con ellas o simplemente me parecían aberrantes.
Cuando
pasé las pruebas a las que me sometieron y aunque me dejaron claro que nunca
sería un ciudadano federal, para salvar las apariencias y mejorar mi
integración me asignaron como un tellus. Sé que fue un castigo por mis actos
como pirata y mis saqueos, o puede que una medida de seguridad, pero asignado a
esa casta no volvería a subir a una nave excepto como pasajero. Además me destinaron
como pescador en Arbasaba, uno de los sistemas coloniales que había asaltado y
saqueado como pirata. Sin duda, justicia poética.
Ya
no echo de menos los días de acción desenfrenada o de tediosa espera. No echo
de menos los opulentos botines o los días de hambre y desesperación. Y desde
luego no echo de menos la traición o la constante desconfianza. Lo único que
echo de menos tras los días de duro y reconfortante trabajo en el mar, es poder
charlar largo y tendido con la única persona que he considerado como mi amiga.
Y cuando pienso en ella, solo espero que algún día me perdone.
[1]
El
corso es una amalgama de dialectos que es utilizado principalmente por los
piratas. Se ha convertido en la principal lengua para intercambios comerciales
o comunicaciones entre sus naves aunque las diferencias de pronunciación entre interlocutores
suelen ser tan pronunciadas que en ocasiones les resulta imposible
comprenderse.
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